Por Tony Judt, historiador y director del Remarque Institute de la Universidad de Nueva York. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia. © Tony Judt, 2007 (EL PAÍS, 15/10/07):
Llega el periodo electoral en Estados Unidos, y vuelven los halcones progresistas. Me refiero a los políticos y expertos que en 2003 apoyaron a George Bush, los que votaron y apoyaron por escrito la “guerra preventiva”, una guerra deliberada para vengar el 11-S, limpiar Irak, sofocar el terrorismo islámico, extender la conmoción, el espanto y la democracia en todo Oriente Próximo y restablecer las credenciales de Estados Unidos como potencia intervencionista en el buen sentido. Durante un tiempo, esos progresistas consentidores permanecieron callados, momentáneamente avergonzados por su complicidad en el peor error de política exterior cometido por EE UU en toda su historia. Pero ahora han vuelto.
Y han vuelto, sin la menor duda, con pretensiones de superioridad moral. Es verdad, reconocen, el presidente echó a perder su (nuestra) guerra. Pero, incluso aunque la guerra fuera un error, fue un error valiente y de buena fe, e hicimos bien en cometerlo, igual que hicimos bien en defender la intervención en Bosnia y Kosovo. En otras palabras, tuvimos razón al equivocarnos, y por eso tienen que escucharnos ahora. Tenemos el valor de llamar al pan, pan, de calificar a los terroristas suicidas musulmanes de “islamo-fascistas” y a los demagogos iraníes de “pequeños Hitlers”. Somos los herederos de las luchas antifascistas de hace años, y nuestra batalla por la libertad y contra el terrorismo es la causa más importante de nuestra época.
En los próximos meses oiremos muchas más cosas de este tipo. Y con un matiz nuevo. Pese a todos sus defectos, nos recuerdan, la guerra de Irak tuvo unas credenciales morales impecables. La apoyaron -y la siguen apoyando- destacados intelectuales europeos, sobre todo antiguos disidentes como Adam Michnik y Václav Havel. Ellos saben lo que es el mal y son conscientes de que EE UU debe tomar postura. Como nosotros. Los que nos critican en nuestro país “no se enteran”. Son unos apaciguadores y unos derrotistas.
Ésta es una versión de los hechos que resulta atractiva. Sin embargo, antes de que se afiance en el Partido Demócrata -por motivos comprensibles, cuenta con el favor de los círculos cercanos a Hillary Clinton-, he aquí unos cuantos comentarios discrepantes. En primer lugar, no debemos darnos tanta prisa en arroparnos con el manto de los disidentes de Europa del Este que apoyaron la guerra. La valentía individual de esas personas es indudable. Pero no lo es su criterio político, formado (como las opiniones del difunto Papa polaco) por la vida bajo el comunismo y la necesidad de escoger entre el acierto y el error, el bien y el mal, una dicotomía inflexible que después han proyectado (como el presidente Bush) sobre el terreno, más complejo, de las relaciones internacionales. Václav Havel es hoy copresidente del “Comité para el peligro inminente”, un grupo de presión formado en Washington por viejos militantes de la guerra fría convertidos en animadores de la guerra mundial contra el terror.
La defensa del intervencionismo progresista -”tomar postura”- no tiene nada que ver con la guerra de Irak. Quienes, en su día, presionamos para que Estados Unidos interviniera militarmente en Bosnia y Kosovo, lo hicimos: 1. Por la negativa de otros (la UE, la ONU) a emprender acciones; 2. Porque existía una amenaza demostrable e inmediata que ponía en peligro derechos y vidas, y 3. Porque estaba claro que la única forma de ser eficaces era ésa, y ninguna otra. En Irak no se daba ninguna de esas condiciones, y por eso me opuse a la guerra. Pero es verdad que la intervención militar de Estados Unidos en casos urgentes será mucho más difícil de justificar y explicar en el futuro. Ahora bien, eso, por supuesto, es consecuencia del desastre de Irak.
Los halcones progresistas se han apresurado a abalanzarse contra las palomas que critican al Ejército estadounidense -sobre todo, han condenado las críticas de MoveOn.org contra el general Petraeus-, y se ha extendido la idea de que los progresistas no debían criticar a los militares. Pero ¿por qué no? Los soldados tienen que respetar a sus generales. Los civiles no tienen por qué. En una sociedad libre, el hecho de que se critique a los generales por inmiscuirse en asuntos políticos es un síntoma de buena salud cívica, y no es bueno para la república que todos tengamos que “apoyar a nuestras tropas” incondicionalmente y que los políticos se peleen por salir en las fotos en compañía de los uniformes. Si los cargos electos se refugian detrás de guerreros condecorados es que algo no va bien en la república. Los demócratas deberían preguntarse si, en medio del culto actual a los “héroes” militares, un presidente se atrevería a destituir a Douglas MacArthur por insubordinación, como hizo Harry Truman en 1951, y lo que dirían nuestros halcones progresistas si lo hiciera.
Para terminar: en una democracia, la guerra siempre tiene que ser el último recurso, por muy digna que sea la causa. “Charlar”, como dijo Churchill a Eisenhower, “siempre es mejor que pelear”. Por tanto, la próxima vez que alguien se deshaga en elogios sobre la intervención armada en el extranjero, en nombre de ideales progresistas o “luchas decisivas”, recuerden lo que decía Albert Camus sobre la afición de sus colegas intelectuales a fomentar la violencia en otros pero mantenerse siempre a distancia, sanos y salvos. “Las ideas equivocadas siempre acaban en un baño de sangre”, escribió, “pero siempre es la sangre de otro. Por eso algunos de nuestros pensadores creen tener libertad para decir cualquier cosa”.
Llega el periodo electoral en Estados Unidos, y vuelven los halcones progresistas. Me refiero a los políticos y expertos que en 2003 apoyaron a George Bush, los que votaron y apoyaron por escrito la “guerra preventiva”, una guerra deliberada para vengar el 11-S, limpiar Irak, sofocar el terrorismo islámico, extender la conmoción, el espanto y la democracia en todo Oriente Próximo y restablecer las credenciales de Estados Unidos como potencia intervencionista en el buen sentido. Durante un tiempo, esos progresistas consentidores permanecieron callados, momentáneamente avergonzados por su complicidad en el peor error de política exterior cometido por EE UU en toda su historia. Pero ahora han vuelto.
Y han vuelto, sin la menor duda, con pretensiones de superioridad moral. Es verdad, reconocen, el presidente echó a perder su (nuestra) guerra. Pero, incluso aunque la guerra fuera un error, fue un error valiente y de buena fe, e hicimos bien en cometerlo, igual que hicimos bien en defender la intervención en Bosnia y Kosovo. En otras palabras, tuvimos razón al equivocarnos, y por eso tienen que escucharnos ahora. Tenemos el valor de llamar al pan, pan, de calificar a los terroristas suicidas musulmanes de “islamo-fascistas” y a los demagogos iraníes de “pequeños Hitlers”. Somos los herederos de las luchas antifascistas de hace años, y nuestra batalla por la libertad y contra el terrorismo es la causa más importante de nuestra época.
En los próximos meses oiremos muchas más cosas de este tipo. Y con un matiz nuevo. Pese a todos sus defectos, nos recuerdan, la guerra de Irak tuvo unas credenciales morales impecables. La apoyaron -y la siguen apoyando- destacados intelectuales europeos, sobre todo antiguos disidentes como Adam Michnik y Václav Havel. Ellos saben lo que es el mal y son conscientes de que EE UU debe tomar postura. Como nosotros. Los que nos critican en nuestro país “no se enteran”. Son unos apaciguadores y unos derrotistas.
Ésta es una versión de los hechos que resulta atractiva. Sin embargo, antes de que se afiance en el Partido Demócrata -por motivos comprensibles, cuenta con el favor de los círculos cercanos a Hillary Clinton-, he aquí unos cuantos comentarios discrepantes. En primer lugar, no debemos darnos tanta prisa en arroparnos con el manto de los disidentes de Europa del Este que apoyaron la guerra. La valentía individual de esas personas es indudable. Pero no lo es su criterio político, formado (como las opiniones del difunto Papa polaco) por la vida bajo el comunismo y la necesidad de escoger entre el acierto y el error, el bien y el mal, una dicotomía inflexible que después han proyectado (como el presidente Bush) sobre el terreno, más complejo, de las relaciones internacionales. Václav Havel es hoy copresidente del “Comité para el peligro inminente”, un grupo de presión formado en Washington por viejos militantes de la guerra fría convertidos en animadores de la guerra mundial contra el terror.
La defensa del intervencionismo progresista -”tomar postura”- no tiene nada que ver con la guerra de Irak. Quienes, en su día, presionamos para que Estados Unidos interviniera militarmente en Bosnia y Kosovo, lo hicimos: 1. Por la negativa de otros (la UE, la ONU) a emprender acciones; 2. Porque existía una amenaza demostrable e inmediata que ponía en peligro derechos y vidas, y 3. Porque estaba claro que la única forma de ser eficaces era ésa, y ninguna otra. En Irak no se daba ninguna de esas condiciones, y por eso me opuse a la guerra. Pero es verdad que la intervención militar de Estados Unidos en casos urgentes será mucho más difícil de justificar y explicar en el futuro. Ahora bien, eso, por supuesto, es consecuencia del desastre de Irak.
Los halcones progresistas se han apresurado a abalanzarse contra las palomas que critican al Ejército estadounidense -sobre todo, han condenado las críticas de MoveOn.org contra el general Petraeus-, y se ha extendido la idea de que los progresistas no debían criticar a los militares. Pero ¿por qué no? Los soldados tienen que respetar a sus generales. Los civiles no tienen por qué. En una sociedad libre, el hecho de que se critique a los generales por inmiscuirse en asuntos políticos es un síntoma de buena salud cívica, y no es bueno para la república que todos tengamos que “apoyar a nuestras tropas” incondicionalmente y que los políticos se peleen por salir en las fotos en compañía de los uniformes. Si los cargos electos se refugian detrás de guerreros condecorados es que algo no va bien en la república. Los demócratas deberían preguntarse si, en medio del culto actual a los “héroes” militares, un presidente se atrevería a destituir a Douglas MacArthur por insubordinación, como hizo Harry Truman en 1951, y lo que dirían nuestros halcones progresistas si lo hiciera.
Para terminar: en una democracia, la guerra siempre tiene que ser el último recurso, por muy digna que sea la causa. “Charlar”, como dijo Churchill a Eisenhower, “siempre es mejor que pelear”. Por tanto, la próxima vez que alguien se deshaga en elogios sobre la intervención armada en el extranjero, en nombre de ideales progresistas o “luchas decisivas”, recuerden lo que decía Albert Camus sobre la afición de sus colegas intelectuales a fomentar la violencia en otros pero mantenerse siempre a distancia, sanos y salvos. “Las ideas equivocadas siempre acaban en un baño de sangre”, escribió, “pero siempre es la sangre de otro. Por eso algunos de nuestros pensadores creen tener libertad para decir cualquier cosa”.
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