Por Slavoj Zizek, sociólogo, filósofo, director del Instituto Birkbeck de Humanidades y autor, entre otras obras, de La tetera prestada (EL MUNDO / THE NEW YORK TIMES, 19/10/07):
Los medios occidentales de comunicación de tendencia liberal no pudieron reprimir las carcajadas en agosto cuando la Dirección Estatal de Asuntos Religiosos de China promulgó la denominada Orden número 5, una norma relativa a las medidas de administración de la reencarnación de budas vivos en el Tíbet. Esta «importante decisión para institucionalizar la administración de la reencarnación» se dirige en esencia a prohibir a los monjes budistas el regreso de entre los muertos sin permiso del Gobierno; desde ahora, nadie de fuera de China tiene poder para determinar el proceso de reencarnación, y sólo los monasterios que hay en el país están autorizados a solicitar el permiso.
Antes de que alguien estalle en cólera ante esta nueva pretensión del totalitarismo comunista chino de controlar incluso las vidas de sus súbditos después de la muerte, deberíamos tener presente que medidas de esa naturaleza no son ajenas a la Historia de Europa. En virtud de la Paz de Augsburgo (1555) -primer paso hacia la Paz de Westfalia que en 1648 puso fin a la Guerra de los Treinta Años-, se dispuso que la religión de cada príncipe fuera la oficial de todos los súbditos de su región o país (cuius regio, eius religio). El propósito era poner fin a la violencia entre católicos y luteranos en Alemania, pero implicaba también que cuando un nuevo gobernante -de religión diferente al anterior- accedía al poder, grandes masas de personas resultaban obligadas a convertirse.
Así pues, el primer paso institucional de gran calado que se dio en la Europa moderna hacia la tolerancia religiosa constituía en sí mismo una paradoja del mismo tipo que la Orden número 5: las creencias religiosas de cada cual, una cuestión reservada al ámbito más íntimo de su experiencia espiritual, quedaban sometidas a los caprichos del gobernante secular de turno.
En contra de la creencia más generalizada, el Gobierno chino no es antirreligioso. Su preocupación manifiesta es «la armonía social», es decir, la dimensión política de la religión. Con la idea de poner freno a la excesiva desintegración social que ha originado la explosión capitalista, los gobernantes saludan ahora con entusiasmo las religiones que aportan estabilidad social, desde el budismo al confucionismo, exactamente las mismas ideologías que fueron objeto de la persecución durante la Revolución Cultural. El año pasado, Ye Xiaowen, el máximo responsable gubernamental en cuestiones religiosas, declaró a Xinhua, la agencia oficial de noticias de China, que «la religión es una de las fuerzas importantes de las que el país extrae sus energías» y destacó entre todas ellas el budismo por «su papel singular en la consolidación de una sociedad armoniosa».
Lo que molesta a las autoridades chinas son las organizaciones a las que consideran sectas, como [el movimiento espiritual] Falun Gong, que insisten en su independencia respecto del control del Estado. En esa misma línea, el problema con el budismo tibetano reside en un hecho evidente que muchos de sus partidarios occidentales pasan interesadamente por alto: la estructura política tradicional del Tíbet es la de una teocracia, con el Dalai Lama como eje, que reúne en una sola figura el poder religioso y el político; es decir, cuando hablamos de la reencarnación del Dalai Lama, estamos hablando también de un jefe de Estado. Es sorprendente que personas que se proclaman a sí mismas defensoras de la democracia y que denuncian la persecución de los seguidores del Dalai Lama en China, ignoren que es un gobernante [ahora en el exilio] que no ha sido democráticamente elegido.
En los últimos años, los chinos han cambiado de estrategia en el Tíbet: además de la represión militar, se están apoyando cada vez más en la colonización racial y económica. La capital, Lasa, se está transformando en una versión china del salvaje oeste capitalista, con bares de karaoke y parques temáticos budistas al estilo de Disney.
La imagen que dan los medios de comunicación de crueles soldados chinos que aterrorizan a monjes budistas oculta una transformación socioeconómica de la región tibetana mucho más eficaz, conforme a pautas estadounidenses. En una o dos décadas, los tibetanos quedarán reducidos a la misma condición que los nativos de Estados Unidos. Pekín ha aprendido al fin la lección: ¿qué capacidad de opresión tienen las fuerzas de la policía secreta, los campos de concentración y la destrucción de los monumentos antiguos por los Guardias Rojos en comparación con el poder de destrucción de las relaciones sociales tradicionales que tiene el capitalismo desbocado?
Resulta demasiado fácil reírse de la idea de un poder ateo metido a regular algo que, desde su punto de vista, no existe. Sin embargo, ¿acaso creemos nosotros en todo eso? Cuando en 2001 los talibán destruyeron en Afganistán las antiguas estatuas de Buda de Bamiyan, a muchos occidentales les pareció una barbaridad. Ahora bien, ¿cuántos de ellos creían de verdad en la divinidad de Buda? En realidad, montamos en cólera porque no mostraron el respeto adecuado por el patrimonio cultural de su país, pero los talibán -a diferencia de nosotros, que somos unos sofisticados-, creían de verdad en su religión y, en consecuencia, no sentían un gran respeto por el valor cultural de los monumentos de otros credos.
Para Occidente, la cuestión que realmente importa aquí no tiene nada que ver con los budas o los lamas, sino con aquello de lo que hablamos cuando nos referimos a la cultura. Todas las ciencias humanas se están convirtiendo en una rama de los estudios sobre la cultura. Si bien en Occidente, especialmente en Estados Unidos, sigue habiendo muchos creyentes religiosos, de eso no cabe la menor duda, es enorme el número de personas que, dentro de las clases dirigentes de nuestra sociedad, asisten a ceremonias religiosas y practican costumbres propias de nuestras tradiciones sólo por respeto al estilo de vida del grupo social al que pertenecemos: en los centros comerciales se levantan árboles de Navidad todos los diciembres, en EEUU se esconden los huevos de Pascua para que los busquen los niños, judíos no creyentes celebran la cena de la Pascua judía…
En términos generales, bajo el nombre de cultura se ha pasado a designar todo aquello que practicamos sin tomárnoslo en realidad muy en serio. Y la razón por la que experimentamos rechazo hacia los creyentes fundamentalistas es precisamente porque los consideramos unos bárbaros con una mentalidad medieval: se atreven a tomarse sus creencias en serio. En la actualidad, da la impresión de que creyéramos que la amenaza definitiva a una cultura proviene de aquéllos que viven directamente esa cultura, que no han tomado la distancia adecuada respecto de ella.
Quizás la normativa china sobre la reencarnación nos parece tan escandalosa no porque sea ajena a nuestra responsabilidad, sino porque pone de manifiesto lo que hemos estado haciendo en secreto durante tanto tiempo: tolerar respetuosamente lo que no nos queremos tomar en serio y tratar de contener sus consecuencias políticas mediante normas legales.
********************
The Western liberal media had a laugh in August when China’s State Administration of Religious Affairs announced Order No. 5, a law covering “the management measures for the reincarnation of living Buddhas in Tibetan Buddhism.” This “important move to institutionalize management on reincarnation” basically prohibits Buddhist monks from returning from the dead without government permission: no one outside China can influence the reincarnation process; only monasteries in China can apply for permission.
Before we explode in rage that Chinese Communist totalitarianism now wants to control even the lives of its subjects after their deaths, we should remember that such measures are not unknown to European history. The Peace of Augsburg in 1555, the first step toward the Peace of Westphalia in 1648 that ended the Thirty Years’ War, declared the local prince’s religion to be the official faith of a region or country (“cuius regio, eius religio”). The goal was to end violence between German Catholics and Lutherans, but it also meant that when a new ruler of a different religion took power, large groups had to convert. Thus the first big institutional move toward religious tolerance in modern Europe involved a paradox of the same type as that of Order No. 5: your religious belief, a matter of your innermost spiritual experience, is regulated by the whims of your secular leader.
Contrary to the conventional wisdom, the Chinese government is not antireligious. Its stated worry is social “harmony” — the political dimension of religion. In order to curb the excess of social disintegration caused by the capitalist explosion, officials now celebrate religions that sustain social stability, from Buddhism to Confucianism — the very ideologies that were the target of the Cultural Revolution. Last year, Ye Xiaowen, China’s top religious official, told Xinhua, the official Chinese news agency, that “religion is one of the important forces from which China draws strength,” and he singled out Buddhism for its “unique role in promoting a harmonious society.”
What bothers Chinese authorities are sects like Falun Gong that insist on independence from state control. In the same vein, the problem with Tibetan Buddhism resides in an obvious fact that many Western enthusiasts conveniently forget: the traditional political structure of Tibet is theocracy, with the Dalai Lama at the center. He unites religious and secular power — so when we are talking about the reincarnation of the Dalai Lama, we are taking about choosing a head of state. It is strange to hear self-described democracy advocates who denounce Chinese persecution of followers of the Dalai Lama — a non-democratically elected leader if there ever was one.
In recent years, the Chinese have changed their strategy in Tibet: in addition to military coercion, they increasingly rely on ethnic and economic colonization. Lhasa is transforming into a Chinese version of the capitalist Wild West, with karaoke bars and Disney-like Buddhist theme parks.
In short, the media image of brutal Chinese soldiers terrorizing Buddhist monks conceals a much more effective American-style socioeconomic transformation: in a decade or two, Tibetans will be reduced to the status of the Native Americans in the United States. Beijing finally learned the lesson: what is the oppressive power of secret police forces, camps and Red Guards destroying ancient monuments compared to the power of unbridled capitalism to undermine all traditional social relations?
It is all too easy to laugh at the idea of an atheist power regulating something that, in its eyes, doesn’t exist. However, do we believe in it? When in 2001 the Taliban in Afghanistan destroyed the ancient Buddhist statues at Bamiyan, many Westerners were outraged — but how many of them actually believed in the divinity of the Buddha? Rather, we were angered because the Taliban did not show appropriate respect for the “cultural heritage” of their country. Unlike us sophisticates, they really believed in their own religion, and thus had no great respect for the cultural value of the monuments of other religions.
The significant issue for the West here is not Buddhas and lamas, but what we mean when we refer to “culture.” All human sciences are turning into a branch of cultural studies. While there are of course many religious believers in the West, especially in the United States, vast numbers of our societal elite follow (some of the) religious rituals and mores of our tradition only out of respect for the “lifestyle” of the community to which we belong: Christmas trees in shopping centers every December; neighborhood Easter egg hunts; Passover dinners celebrated by nonbelieving Jews.
“Culture” has commonly become the name for all those things we practice without really taking seriously. And this is why we dismiss fundamentalist believers as “barbarians” with a “medieval mindset”: they dare to take their beliefs seriously. Today, we seem to see the ultimate threat to culture as coming from those who live immediately in their culture, who lack the proper distance.
Perhaps we find China’s reincarnation laws so outrageous not because they are alien to our sensibility, but because they spill the secret of what we have done for so long: respectfully tolerating what we don’t take quite seriously, and trying to contain its political consequences through the law.
Los medios occidentales de comunicación de tendencia liberal no pudieron reprimir las carcajadas en agosto cuando la Dirección Estatal de Asuntos Religiosos de China promulgó la denominada Orden número 5, una norma relativa a las medidas de administración de la reencarnación de budas vivos en el Tíbet. Esta «importante decisión para institucionalizar la administración de la reencarnación» se dirige en esencia a prohibir a los monjes budistas el regreso de entre los muertos sin permiso del Gobierno; desde ahora, nadie de fuera de China tiene poder para determinar el proceso de reencarnación, y sólo los monasterios que hay en el país están autorizados a solicitar el permiso.
Antes de que alguien estalle en cólera ante esta nueva pretensión del totalitarismo comunista chino de controlar incluso las vidas de sus súbditos después de la muerte, deberíamos tener presente que medidas de esa naturaleza no son ajenas a la Historia de Europa. En virtud de la Paz de Augsburgo (1555) -primer paso hacia la Paz de Westfalia que en 1648 puso fin a la Guerra de los Treinta Años-, se dispuso que la religión de cada príncipe fuera la oficial de todos los súbditos de su región o país (cuius regio, eius religio). El propósito era poner fin a la violencia entre católicos y luteranos en Alemania, pero implicaba también que cuando un nuevo gobernante -de religión diferente al anterior- accedía al poder, grandes masas de personas resultaban obligadas a convertirse.
Así pues, el primer paso institucional de gran calado que se dio en la Europa moderna hacia la tolerancia religiosa constituía en sí mismo una paradoja del mismo tipo que la Orden número 5: las creencias religiosas de cada cual, una cuestión reservada al ámbito más íntimo de su experiencia espiritual, quedaban sometidas a los caprichos del gobernante secular de turno.
En contra de la creencia más generalizada, el Gobierno chino no es antirreligioso. Su preocupación manifiesta es «la armonía social», es decir, la dimensión política de la religión. Con la idea de poner freno a la excesiva desintegración social que ha originado la explosión capitalista, los gobernantes saludan ahora con entusiasmo las religiones que aportan estabilidad social, desde el budismo al confucionismo, exactamente las mismas ideologías que fueron objeto de la persecución durante la Revolución Cultural. El año pasado, Ye Xiaowen, el máximo responsable gubernamental en cuestiones religiosas, declaró a Xinhua, la agencia oficial de noticias de China, que «la religión es una de las fuerzas importantes de las que el país extrae sus energías» y destacó entre todas ellas el budismo por «su papel singular en la consolidación de una sociedad armoniosa».
Lo que molesta a las autoridades chinas son las organizaciones a las que consideran sectas, como [el movimiento espiritual] Falun Gong, que insisten en su independencia respecto del control del Estado. En esa misma línea, el problema con el budismo tibetano reside en un hecho evidente que muchos de sus partidarios occidentales pasan interesadamente por alto: la estructura política tradicional del Tíbet es la de una teocracia, con el Dalai Lama como eje, que reúne en una sola figura el poder religioso y el político; es decir, cuando hablamos de la reencarnación del Dalai Lama, estamos hablando también de un jefe de Estado. Es sorprendente que personas que se proclaman a sí mismas defensoras de la democracia y que denuncian la persecución de los seguidores del Dalai Lama en China, ignoren que es un gobernante [ahora en el exilio] que no ha sido democráticamente elegido.
En los últimos años, los chinos han cambiado de estrategia en el Tíbet: además de la represión militar, se están apoyando cada vez más en la colonización racial y económica. La capital, Lasa, se está transformando en una versión china del salvaje oeste capitalista, con bares de karaoke y parques temáticos budistas al estilo de Disney.
La imagen que dan los medios de comunicación de crueles soldados chinos que aterrorizan a monjes budistas oculta una transformación socioeconómica de la región tibetana mucho más eficaz, conforme a pautas estadounidenses. En una o dos décadas, los tibetanos quedarán reducidos a la misma condición que los nativos de Estados Unidos. Pekín ha aprendido al fin la lección: ¿qué capacidad de opresión tienen las fuerzas de la policía secreta, los campos de concentración y la destrucción de los monumentos antiguos por los Guardias Rojos en comparación con el poder de destrucción de las relaciones sociales tradicionales que tiene el capitalismo desbocado?
Resulta demasiado fácil reírse de la idea de un poder ateo metido a regular algo que, desde su punto de vista, no existe. Sin embargo, ¿acaso creemos nosotros en todo eso? Cuando en 2001 los talibán destruyeron en Afganistán las antiguas estatuas de Buda de Bamiyan, a muchos occidentales les pareció una barbaridad. Ahora bien, ¿cuántos de ellos creían de verdad en la divinidad de Buda? En realidad, montamos en cólera porque no mostraron el respeto adecuado por el patrimonio cultural de su país, pero los talibán -a diferencia de nosotros, que somos unos sofisticados-, creían de verdad en su religión y, en consecuencia, no sentían un gran respeto por el valor cultural de los monumentos de otros credos.
Para Occidente, la cuestión que realmente importa aquí no tiene nada que ver con los budas o los lamas, sino con aquello de lo que hablamos cuando nos referimos a la cultura. Todas las ciencias humanas se están convirtiendo en una rama de los estudios sobre la cultura. Si bien en Occidente, especialmente en Estados Unidos, sigue habiendo muchos creyentes religiosos, de eso no cabe la menor duda, es enorme el número de personas que, dentro de las clases dirigentes de nuestra sociedad, asisten a ceremonias religiosas y practican costumbres propias de nuestras tradiciones sólo por respeto al estilo de vida del grupo social al que pertenecemos: en los centros comerciales se levantan árboles de Navidad todos los diciembres, en EEUU se esconden los huevos de Pascua para que los busquen los niños, judíos no creyentes celebran la cena de la Pascua judía…
En términos generales, bajo el nombre de cultura se ha pasado a designar todo aquello que practicamos sin tomárnoslo en realidad muy en serio. Y la razón por la que experimentamos rechazo hacia los creyentes fundamentalistas es precisamente porque los consideramos unos bárbaros con una mentalidad medieval: se atreven a tomarse sus creencias en serio. En la actualidad, da la impresión de que creyéramos que la amenaza definitiva a una cultura proviene de aquéllos que viven directamente esa cultura, que no han tomado la distancia adecuada respecto de ella.
Quizás la normativa china sobre la reencarnación nos parece tan escandalosa no porque sea ajena a nuestra responsabilidad, sino porque pone de manifiesto lo que hemos estado haciendo en secreto durante tanto tiempo: tolerar respetuosamente lo que no nos queremos tomar en serio y tratar de contener sus consecuencias políticas mediante normas legales.
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The Western liberal media had a laugh in August when China’s State Administration of Religious Affairs announced Order No. 5, a law covering “the management measures for the reincarnation of living Buddhas in Tibetan Buddhism.” This “important move to institutionalize management on reincarnation” basically prohibits Buddhist monks from returning from the dead without government permission: no one outside China can influence the reincarnation process; only monasteries in China can apply for permission.
Before we explode in rage that Chinese Communist totalitarianism now wants to control even the lives of its subjects after their deaths, we should remember that such measures are not unknown to European history. The Peace of Augsburg in 1555, the first step toward the Peace of Westphalia in 1648 that ended the Thirty Years’ War, declared the local prince’s religion to be the official faith of a region or country (“cuius regio, eius religio”). The goal was to end violence between German Catholics and Lutherans, but it also meant that when a new ruler of a different religion took power, large groups had to convert. Thus the first big institutional move toward religious tolerance in modern Europe involved a paradox of the same type as that of Order No. 5: your religious belief, a matter of your innermost spiritual experience, is regulated by the whims of your secular leader.
Contrary to the conventional wisdom, the Chinese government is not antireligious. Its stated worry is social “harmony” — the political dimension of religion. In order to curb the excess of social disintegration caused by the capitalist explosion, officials now celebrate religions that sustain social stability, from Buddhism to Confucianism — the very ideologies that were the target of the Cultural Revolution. Last year, Ye Xiaowen, China’s top religious official, told Xinhua, the official Chinese news agency, that “religion is one of the important forces from which China draws strength,” and he singled out Buddhism for its “unique role in promoting a harmonious society.”
What bothers Chinese authorities are sects like Falun Gong that insist on independence from state control. In the same vein, the problem with Tibetan Buddhism resides in an obvious fact that many Western enthusiasts conveniently forget: the traditional political structure of Tibet is theocracy, with the Dalai Lama at the center. He unites religious and secular power — so when we are talking about the reincarnation of the Dalai Lama, we are taking about choosing a head of state. It is strange to hear self-described democracy advocates who denounce Chinese persecution of followers of the Dalai Lama — a non-democratically elected leader if there ever was one.
In recent years, the Chinese have changed their strategy in Tibet: in addition to military coercion, they increasingly rely on ethnic and economic colonization. Lhasa is transforming into a Chinese version of the capitalist Wild West, with karaoke bars and Disney-like Buddhist theme parks.
In short, the media image of brutal Chinese soldiers terrorizing Buddhist monks conceals a much more effective American-style socioeconomic transformation: in a decade or two, Tibetans will be reduced to the status of the Native Americans in the United States. Beijing finally learned the lesson: what is the oppressive power of secret police forces, camps and Red Guards destroying ancient monuments compared to the power of unbridled capitalism to undermine all traditional social relations?
It is all too easy to laugh at the idea of an atheist power regulating something that, in its eyes, doesn’t exist. However, do we believe in it? When in 2001 the Taliban in Afghanistan destroyed the ancient Buddhist statues at Bamiyan, many Westerners were outraged — but how many of them actually believed in the divinity of the Buddha? Rather, we were angered because the Taliban did not show appropriate respect for the “cultural heritage” of their country. Unlike us sophisticates, they really believed in their own religion, and thus had no great respect for the cultural value of the monuments of other religions.
The significant issue for the West here is not Buddhas and lamas, but what we mean when we refer to “culture.” All human sciences are turning into a branch of cultural studies. While there are of course many religious believers in the West, especially in the United States, vast numbers of our societal elite follow (some of the) religious rituals and mores of our tradition only out of respect for the “lifestyle” of the community to which we belong: Christmas trees in shopping centers every December; neighborhood Easter egg hunts; Passover dinners celebrated by nonbelieving Jews.
“Culture” has commonly become the name for all those things we practice without really taking seriously. And this is why we dismiss fundamentalist believers as “barbarians” with a “medieval mindset”: they dare to take their beliefs seriously. Today, we seem to see the ultimate threat to culture as coming from those who live immediately in their culture, who lack the proper distance.
Perhaps we find China’s reincarnation laws so outrageous not because they are alien to our sensibility, but because they spill the secret of what we have done for so long: respectfully tolerating what we don’t take quite seriously, and trying to contain its political consequences through the law.
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