Por Ramón Bayés, profesor emérito de la Universidad Autónoma de Barcelona (EL PAÍS, 23/10/07):
Hace unos meses asistí en Barcelona a un acto sumamente emotivo sobre el que, posteriormente, he reflexionado muchas veces. En el antiguo y venerable anfiteatro de la Real Academia de Medicina de Cataluña tuvo lugar el acto de ingreso como académico del doctor Marc-Antoni Broggi. Nunca había tenido, hasta este momento, el privilegio de asistir a una ceremonia similar y, desde mi admirada y provinciana ingenuidad, se me apareció, por su solemnidad, como una versión en miniatura de la concesión de un Premio Nobel. Ahí estaba el aspirante, de pie, sobre una tarima, nervioso, impecablemente vestido de frac, desgranando su discurso ante los doctos académicos, que lo escuchaban solemnes.
Sus palabras, cargadas de tradición familiar y de largos años de buen hacer profesional, versaron sobre la crisis actual de la relación médico-enfermo y sobre la necesidad de que el paciente contemple dicha relación dentro de un contexto de “hospitalidad”, es decir, impregnada de “la actitud que un huésped espera encontrar en su anfitrión: disponibilidad para escucharlo y abierto a la novedad que él representa; más dispuesto a la recepción que a la iniciativa”, mensaje tal vez premonitorio del importante trabajo empírico y del amplio comentario que aparecerían varias semanas después (el 1 de febrero de 2007) en The New England Journal of Medicine con el expresivo título El poder curador de escuchar en la UCI. Sin embargo, a pesar de la relevancia de este mensaje, no es su contenido lo que quisiera destacar en el presente artículo.
Lo que más me impresionó del acto fue que el discurso de respuesta y bienvenida corrió a cargo del padre del candidato, el doctor Moisés Broggi, de 99 años, presidente de honor de la Academia. Con voz pausada, Moisés Broggi completó en su discurso el planteamiento y análisis que acababa de realizar su hijo y señaló, con diáfana claridad, que el núcleo de la cuestión radica en que muchos médicos “concentran su interés en la enfermedad y no en la persona”, lo cual nos conduce directamente a la línea de pensamiento de maestros insignes, como sir William Osler, Eric Cassell, David Callahan, Diego Gracia, etcétera y nos recuerda vívidamente el contenido del Informe Hastings.
Y ello me lleva a otra consideración: el hecho de que un excelente profesional sanitario a los 65 años, pocas semanas antes de su jubilación, ingrese con renovada ilusión en una corporación académica y de que otro médico, a los 99 años, hilvane con brillantez unas ideas de las que pueden aprender los estudiantes de Medicina de 20. ¿Por qué los miembros de nuestra sociedad -en especial los políticos, los economistas, los educadores y los sindicalistas- no se dan cuenta de que, en nuestra época por lo menos, fijar una edad de jubilación con independencia de la capacidad y elección de las personas, aunque globalmente pueda considerarse un innegable logro social, no deja de ser, en algunos casos por lo menos, un tipo de discriminación por edad, similar a la discriminación por género, raza o religión?
Hace pocos meses, en el curso de unas jornadas sobre autonomía y dependencia en la vejez, tuve la oportunidad de escuchar otra intervención del doctor Moisés Broggi, y sus ideas, producto biográfico interactivo de cultura, experiencia profesional y vivencias personales al final de la vida, me han conducido a nuevas reflexiones sobre esta última etapa en la que me encuentro ya inmerso. En lugar de comentarlas y, probablemente, tergiversarlas o empobrecerlas, prefiero exponerlas en bruto, en estado puro. Como la poesía, son, en mi opinión, para paladearlas despacio.
“La vida es cambio constante”.
“La reflexión del anciano de que todas las cosas de la vida son efímeras le ayuda a no preocuparse por ellas”.
“Las satisfacciones más grandes que proporciona la vida proceden de la relación con otros seres humanos”.
“Hay que poner más énfasis en la autonomía que en la dependencia”.
“Aceptar el sufrimiento es la mejor preparación para la muerte”.
“Cuanto más me acerco a la muerte menos la temo”.
Quiero terminar este artículo reproduciendo uno de los ejemplos mencionados por el anciano Broggi, que formó parte durante 10 años de la comisión deontológica del Colegio de Médicos, en su discurso de la Academia.
Un enfermo politraumatizado gravísimo fue ingresado en un centro sanitario muy bien dotado donde le resolvieron todos y cada uno de los complejos problemas que presentaba en cráneo, tórax y extremidades; sin embargo, después de varias semanas, al salir del hospital, el paciente presentó una queja porque la fractura de un pie le había quedado ligeramente torcida. Al estudiar y comentar con él su caso detalladamente, fue fácil llegar a la conclusión de que en aquel centro le habían salvado la vida y de que, en este aspecto, su queja no estaba justificada.
No obstante, aunque probablemente no sea generalizable, lo que manifestó el paciente es ilustrativo de la actual pobreza de las interacciones entre médicos y usuarios. De acuerdo con sus palabras, ni él ni sus familiares habían sido conscientes en ningún momento ni de la gravedad de sus heridas ni de la excelente labor quirúrgica realizada; lo único que había retenido el enfermo de su estancia en el centro es que lo trasladaban constantemente de un lugar a otro y que lo había pasado muy mal. En aquel hospital -comenta Broggi- con unos servicios técnicos impecables, curiosamente lo que faltaba eran profesionales sanitarios que acompañasen a los enfermos y a sus familiares, y les explicasen, de forma comprensible para ellos, la gravedad de lo que tenían y el alcance de las intervenciones médicas que era necesario practicárseles para tratar de solucionar sus problemas.
En resumen, y como me gusta recordar siempre que parece oportuno, en palabras de Cassell, “los que sufren no son los cuerpos; son las personas”. Los profesionales sanitarios en general -y los médicos de forma especial- convendría que nunca lo olvidasen.
Hace unos meses asistí en Barcelona a un acto sumamente emotivo sobre el que, posteriormente, he reflexionado muchas veces. En el antiguo y venerable anfiteatro de la Real Academia de Medicina de Cataluña tuvo lugar el acto de ingreso como académico del doctor Marc-Antoni Broggi. Nunca había tenido, hasta este momento, el privilegio de asistir a una ceremonia similar y, desde mi admirada y provinciana ingenuidad, se me apareció, por su solemnidad, como una versión en miniatura de la concesión de un Premio Nobel. Ahí estaba el aspirante, de pie, sobre una tarima, nervioso, impecablemente vestido de frac, desgranando su discurso ante los doctos académicos, que lo escuchaban solemnes.
Sus palabras, cargadas de tradición familiar y de largos años de buen hacer profesional, versaron sobre la crisis actual de la relación médico-enfermo y sobre la necesidad de que el paciente contemple dicha relación dentro de un contexto de “hospitalidad”, es decir, impregnada de “la actitud que un huésped espera encontrar en su anfitrión: disponibilidad para escucharlo y abierto a la novedad que él representa; más dispuesto a la recepción que a la iniciativa”, mensaje tal vez premonitorio del importante trabajo empírico y del amplio comentario que aparecerían varias semanas después (el 1 de febrero de 2007) en The New England Journal of Medicine con el expresivo título El poder curador de escuchar en la UCI. Sin embargo, a pesar de la relevancia de este mensaje, no es su contenido lo que quisiera destacar en el presente artículo.
Lo que más me impresionó del acto fue que el discurso de respuesta y bienvenida corrió a cargo del padre del candidato, el doctor Moisés Broggi, de 99 años, presidente de honor de la Academia. Con voz pausada, Moisés Broggi completó en su discurso el planteamiento y análisis que acababa de realizar su hijo y señaló, con diáfana claridad, que el núcleo de la cuestión radica en que muchos médicos “concentran su interés en la enfermedad y no en la persona”, lo cual nos conduce directamente a la línea de pensamiento de maestros insignes, como sir William Osler, Eric Cassell, David Callahan, Diego Gracia, etcétera y nos recuerda vívidamente el contenido del Informe Hastings.
Y ello me lleva a otra consideración: el hecho de que un excelente profesional sanitario a los 65 años, pocas semanas antes de su jubilación, ingrese con renovada ilusión en una corporación académica y de que otro médico, a los 99 años, hilvane con brillantez unas ideas de las que pueden aprender los estudiantes de Medicina de 20. ¿Por qué los miembros de nuestra sociedad -en especial los políticos, los economistas, los educadores y los sindicalistas- no se dan cuenta de que, en nuestra época por lo menos, fijar una edad de jubilación con independencia de la capacidad y elección de las personas, aunque globalmente pueda considerarse un innegable logro social, no deja de ser, en algunos casos por lo menos, un tipo de discriminación por edad, similar a la discriminación por género, raza o religión?
Hace pocos meses, en el curso de unas jornadas sobre autonomía y dependencia en la vejez, tuve la oportunidad de escuchar otra intervención del doctor Moisés Broggi, y sus ideas, producto biográfico interactivo de cultura, experiencia profesional y vivencias personales al final de la vida, me han conducido a nuevas reflexiones sobre esta última etapa en la que me encuentro ya inmerso. En lugar de comentarlas y, probablemente, tergiversarlas o empobrecerlas, prefiero exponerlas en bruto, en estado puro. Como la poesía, son, en mi opinión, para paladearlas despacio.
“La vida es cambio constante”.
“La reflexión del anciano de que todas las cosas de la vida son efímeras le ayuda a no preocuparse por ellas”.
“Las satisfacciones más grandes que proporciona la vida proceden de la relación con otros seres humanos”.
“Hay que poner más énfasis en la autonomía que en la dependencia”.
“Aceptar el sufrimiento es la mejor preparación para la muerte”.
“Cuanto más me acerco a la muerte menos la temo”.
Quiero terminar este artículo reproduciendo uno de los ejemplos mencionados por el anciano Broggi, que formó parte durante 10 años de la comisión deontológica del Colegio de Médicos, en su discurso de la Academia.
Un enfermo politraumatizado gravísimo fue ingresado en un centro sanitario muy bien dotado donde le resolvieron todos y cada uno de los complejos problemas que presentaba en cráneo, tórax y extremidades; sin embargo, después de varias semanas, al salir del hospital, el paciente presentó una queja porque la fractura de un pie le había quedado ligeramente torcida. Al estudiar y comentar con él su caso detalladamente, fue fácil llegar a la conclusión de que en aquel centro le habían salvado la vida y de que, en este aspecto, su queja no estaba justificada.
No obstante, aunque probablemente no sea generalizable, lo que manifestó el paciente es ilustrativo de la actual pobreza de las interacciones entre médicos y usuarios. De acuerdo con sus palabras, ni él ni sus familiares habían sido conscientes en ningún momento ni de la gravedad de sus heridas ni de la excelente labor quirúrgica realizada; lo único que había retenido el enfermo de su estancia en el centro es que lo trasladaban constantemente de un lugar a otro y que lo había pasado muy mal. En aquel hospital -comenta Broggi- con unos servicios técnicos impecables, curiosamente lo que faltaba eran profesionales sanitarios que acompañasen a los enfermos y a sus familiares, y les explicasen, de forma comprensible para ellos, la gravedad de lo que tenían y el alcance de las intervenciones médicas que era necesario practicárseles para tratar de solucionar sus problemas.
En resumen, y como me gusta recordar siempre que parece oportuno, en palabras de Cassell, “los que sufren no son los cuerpos; son las personas”. Los profesionales sanitarios en general -y los médicos de forma especial- convendría que nunca lo olvidasen.
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