Por John V. Whitbeck, experto en Derecho Internacional y asesor del equipo palestino que negocia con Israel. Traducción: José María Puig de la Bellacasa (LA VANGUARDIA, 10/10/07):
La conferencia prevista para relanzar el proceso de paz de Oriente Medio parece indicar que la Administración Bush, con notable retraso, ha caído en la cuenta de la importancia de solucionar lo que los estadounidenses denominan “el problema palestino”.
Sin embargo, si este problema encuentra realmente solución un día, será menester redefinir sus términos y alcanzar su correcta comprensión. Porque quienes persiguen sinceramente la justicia y la paz en Oriente Medio han de correr también el riesgo de hablar con claridad y franqueza del “problema sionista” y extraer acto seguido las conclusiones éticas y prácticas correspondientes.
Cuando Sudáfrica se hallaba bajo un régimen de supremacía racial y colonialista, el mundo comprendió claramente que el problema radicaba en la ideología y el sistema político racista del sistema. Quienquiera que fuera del país pudiera referirse al “problema negro”, el “problema nativo” o - en realidad- al “problema blanco”, podía ser calificado inmediatamente de racista.
El mundo asimismo comprendió que la solución de este problema no podía consistir en la separación (el apartheid para los afrikáners) acompañada de la diseminación de reservas nativas por el país (llamadas “estados independientes” por el propio régimen sudafricano y bantustanes por el resto del mundo) o en echar al mar a los colonizadores en el poder. No, la solución debía surgir del advenimiento de la democracia (como, para satisfacción general, así fue): en este caso, que los sudafricanos blancos se desprendieran de su ideología y sistema racista y comprendieran que sus intereses y el futuro de sus hijos se verían mejor satisfechos en un Estado democrático y no racista, con idénticos derechos para todos sus habitantes.
La solución, en el caso de la tierra que antes de que fuera literalmente borrada del mapa se llamaba Palestina, es la misma. Sólo puede ser la democracia. Lo cierto es que el “horizonte político” en permanente retroceso con relación a una “solución en forma de dos estados” que, con razón, se torna menos factible a medida que pasa el tiempo y se amplían los asentamientos, las carreteras sólo para judíos y los muros, se ve asediado por una miríada de difíciles cuestiones relativas al asunto del estatus final que los gobiernos israelíes se han negado a discutir con seriedad, prefiriendo posponerlas hasta una meta que nunca se alcanza y que quizá se desea que nunca llegue a alcanzarse.
Al igual que proceder a un matrimonio es muchísimo menos complicado que proceder a un divorcio, la democracia es mucho menos complicada que una partición. Una solución democrática postsionista no requeriría acuerdos relativos a las fronteras, a la división de Jerusalén, a desplazamientos de población o a propiedades valoradas y asignadas en su caso. Los plenos derechos de ciudadanía se extenderían sencillamente a toda la población nativa superviviente y residente aún en el país, como sucedió en Estados Unidos a principios del siglo XX y en Sudáfrica a finales del siglo XX.
Evidentemente, ante tal solución sencilla y moralmente inatacable se alza un obstáculo intelectual y psicológico. Traumatizados por el holocausto e inseguros al sentirse una isla judía en medio de un mar árabe, los israelíes presentan enormes problemas psicológicos a la hora de enfrentarse a la práctica imposibilidad de mantener lo que se considera un régimen de supremacía racial y colonialista que se cimentó sobre la limpieza étnica de una población autóctona.
De hecho, los israelíes se han autocolocado en una situación prácticamente inviable. Y, al objeto de saborear su amargo meollo, los estadounidenses podrían intentar imaginar cómo sería la vida en su país si los colonos europeos no hubieran exterminado prácticamente a la población autóctona apartando a los escasos supervivientes, y si casi la mitad de la población estadounidense actual se compusiera de indios, privados de derechos humanos esenciales, empobrecidos, llenos de rencor.
En tal sociedad, tanto colonizadores como colonizados se verían degradados y deshumanizados. Los colonizadores podrían concluir que nunca podrían ser perdonados por aquellos a quienes habían despojado de sus derechos y que no cabría imaginar solución alguna. Pues bien, así ha sido, y sigue siendo, en las tierras bajo régimen israelí.
Quizá la próxima Conferencia será la última boqueada de la estéril búsqueda de una solución separatista para quienes viven, y seguirán viviendo, en Tierra Santa. Quizá quienes se interesan por la justicia y la paz y creen en la democracia puedan incitar a los israelíes a superar ideologías y actitudes sionistas en dirección hacia una perspectiva más humanista, esperanzadora y democrática de las realidades actuales y las posibilidades futuras.
Nadie se atrevería a indicar que la transformación moral, ética e intelectual necesaria para alcanzar una digna “solución basada en la existencia de un solo Estado” vaya a ser fácil. Sin embargo, cada vez más personas reconocen actualmente que una digna “solución basada en la existencia de dos estados” se ha tornado imposible.
Sin duda es hora de que las personas interesadas en la cuestión - en especial estadounidenses y europeos- imaginen una vía mejor y ayuden tanto a los israelíes como a los palestinos a encontrarla. Es hora de considerar la cuestión de la democracia.
La conferencia prevista para relanzar el proceso de paz de Oriente Medio parece indicar que la Administración Bush, con notable retraso, ha caído en la cuenta de la importancia de solucionar lo que los estadounidenses denominan “el problema palestino”.
Sin embargo, si este problema encuentra realmente solución un día, será menester redefinir sus términos y alcanzar su correcta comprensión. Porque quienes persiguen sinceramente la justicia y la paz en Oriente Medio han de correr también el riesgo de hablar con claridad y franqueza del “problema sionista” y extraer acto seguido las conclusiones éticas y prácticas correspondientes.
Cuando Sudáfrica se hallaba bajo un régimen de supremacía racial y colonialista, el mundo comprendió claramente que el problema radicaba en la ideología y el sistema político racista del sistema. Quienquiera que fuera del país pudiera referirse al “problema negro”, el “problema nativo” o - en realidad- al “problema blanco”, podía ser calificado inmediatamente de racista.
El mundo asimismo comprendió que la solución de este problema no podía consistir en la separación (el apartheid para los afrikáners) acompañada de la diseminación de reservas nativas por el país (llamadas “estados independientes” por el propio régimen sudafricano y bantustanes por el resto del mundo) o en echar al mar a los colonizadores en el poder. No, la solución debía surgir del advenimiento de la democracia (como, para satisfacción general, así fue): en este caso, que los sudafricanos blancos se desprendieran de su ideología y sistema racista y comprendieran que sus intereses y el futuro de sus hijos se verían mejor satisfechos en un Estado democrático y no racista, con idénticos derechos para todos sus habitantes.
La solución, en el caso de la tierra que antes de que fuera literalmente borrada del mapa se llamaba Palestina, es la misma. Sólo puede ser la democracia. Lo cierto es que el “horizonte político” en permanente retroceso con relación a una “solución en forma de dos estados” que, con razón, se torna menos factible a medida que pasa el tiempo y se amplían los asentamientos, las carreteras sólo para judíos y los muros, se ve asediado por una miríada de difíciles cuestiones relativas al asunto del estatus final que los gobiernos israelíes se han negado a discutir con seriedad, prefiriendo posponerlas hasta una meta que nunca se alcanza y que quizá se desea que nunca llegue a alcanzarse.
Al igual que proceder a un matrimonio es muchísimo menos complicado que proceder a un divorcio, la democracia es mucho menos complicada que una partición. Una solución democrática postsionista no requeriría acuerdos relativos a las fronteras, a la división de Jerusalén, a desplazamientos de población o a propiedades valoradas y asignadas en su caso. Los plenos derechos de ciudadanía se extenderían sencillamente a toda la población nativa superviviente y residente aún en el país, como sucedió en Estados Unidos a principios del siglo XX y en Sudáfrica a finales del siglo XX.
Evidentemente, ante tal solución sencilla y moralmente inatacable se alza un obstáculo intelectual y psicológico. Traumatizados por el holocausto e inseguros al sentirse una isla judía en medio de un mar árabe, los israelíes presentan enormes problemas psicológicos a la hora de enfrentarse a la práctica imposibilidad de mantener lo que se considera un régimen de supremacía racial y colonialista que se cimentó sobre la limpieza étnica de una población autóctona.
De hecho, los israelíes se han autocolocado en una situación prácticamente inviable. Y, al objeto de saborear su amargo meollo, los estadounidenses podrían intentar imaginar cómo sería la vida en su país si los colonos europeos no hubieran exterminado prácticamente a la población autóctona apartando a los escasos supervivientes, y si casi la mitad de la población estadounidense actual se compusiera de indios, privados de derechos humanos esenciales, empobrecidos, llenos de rencor.
En tal sociedad, tanto colonizadores como colonizados se verían degradados y deshumanizados. Los colonizadores podrían concluir que nunca podrían ser perdonados por aquellos a quienes habían despojado de sus derechos y que no cabría imaginar solución alguna. Pues bien, así ha sido, y sigue siendo, en las tierras bajo régimen israelí.
Quizá la próxima Conferencia será la última boqueada de la estéril búsqueda de una solución separatista para quienes viven, y seguirán viviendo, en Tierra Santa. Quizá quienes se interesan por la justicia y la paz y creen en la democracia puedan incitar a los israelíes a superar ideologías y actitudes sionistas en dirección hacia una perspectiva más humanista, esperanzadora y democrática de las realidades actuales y las posibilidades futuras.
Nadie se atrevería a indicar que la transformación moral, ética e intelectual necesaria para alcanzar una digna “solución basada en la existencia de un solo Estado” vaya a ser fácil. Sin embargo, cada vez más personas reconocen actualmente que una digna “solución basada en la existencia de dos estados” se ha tornado imposible.
Sin duda es hora de que las personas interesadas en la cuestión - en especial estadounidenses y europeos- imaginen una vía mejor y ayuden tanto a los israelíes como a los palestinos a encontrarla. Es hora de considerar la cuestión de la democracia.
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