Por Féliz de Azúa, escritor (EL PAÍS, 10/10/07):
Aunque se va atenuando, no es difícil todavía encontrar aquí y allá voces quejosas sobre la bajísima calidad de las (vamos a llamarlas así) obras de arte actuales: narrativas, músicas, plásticas, arquitectónicas. La melancolía de un tiempo en el que los Reyes del Arte eran coronados por un tribunal de expertos sólidamente formados (casi siempre profesores de prestigio capaces de un razonamiento complejo), aunque mermada, no ha abandonado por completo el lamento. Todas las semanas se asoma alguien a la prensa y declara: “¡Hay que ver cómo está la literatura!”, como si hablara del precio de la merluza.
Es desde luego casi imposible de creer que todavía en la década de los sesenta del siglo XX pudiera Bernstein mantener con enorme éxito un programa televisivo dedicado a explicar la música clásica o que los conciertos de la orquesta de la BBC tuvieran una audiencia millonaria por la radio. Eran tiempos en los que grandes maestros como Thomas Mann o Camus podían encabezar simultáneamente la cima literaria y la de superventas. Todo eso se acabó. Y no va a volver. Seguramente, para nuestro bien.
La causa es, sin duda, la inconcebible extensión del campo llamado “cultural” y la entrada como consumidores de miles de millones de ciudadanos que hasta hace pocos años no manifestaban el menor interés por esos productos. La masificación de los museos es cosa reciente: yo me he paseado por un Louvre absolutamente vacío, excepto en dos salas contaminadas por la notoriedad. Los escritores norteamericanos de la posguerra sabían que caracterizar a un personaje como aficionado al béisbol le daba un inconfundible sello popular, pero que si visitaba un museo o leía un libro quedaba marcado como blanco de clase media y posiblemente judío. Hemingway era sutilísimo en esas pinceladas que hoy pasan inadvertidas.
Cuando hablamos de masificación cultural deberíamos en realidad emplear otra expresión para ser más exactos: democratización cultural. El proceso de masificación no es sino el efecto industrial de la democratización aplicada al campo “artístico”. Y los viejos escritos de Th.W. Adorno contra lo que él llamaba “cultura popular”, así como los de tantos otros elitistas inconscientes que escribieron contra la “industria cultural” no estaban sino tratando de prolongar el sistema rotundamente clasista de la Europa más tradicional. No en vano casi todos los críticos de la “industria cultural” provenían de la izquierda. Una izquierda que creía en la clase política, es decir, en ellos mismos, como vanguardia de una población ignorante (”alienada”, se decía) a la que despreciaban. No han cambiado mucho las cosas en España.
La democratización del Arte, en el terreno literario, comenzó entre nosotros con Cien años de soledad. Nadie podía negar su calidad literaria, sin embargo la venta de millones de ejemplares puso en evidencia un desfase entre las escrituras minoritarias, en general alabadas, y las populares, siempre atacadas por la izquierda. Recuerdo perfectamente a ciertos mandarines “progresistas” que ensalzaron el libro cuando se publicó, pero pronto lo consideraron una “concesión al comercio” en cuanto el libro superó el margen que ellos habían puesto a la élite lectora. Entonces dijeron que “lo bueno de García Márquez es El coronel no tiene quien le escriba”. Pocos años más tarde sucedió algo similar con las primeras y admirables novelas de Vargas Llosa.
En realidad el proceso estaba comenzando y es lógico que despistara a los happy few, pero su avance, mundial y poderoso, es hoy ya tan evidente que sólo gente muy nostálgica sigue atacando “la baja calidad”, “la comercialización” o “la trivialidad” de las (llamémoslas así) obras de arte populares. Hay incluso algún izquierdista, como Zizek, que ya ve como algo indispensable hablar seriamente sobre esos “productos industriales”. Ya era hora: Stanley Cavell lleva décadas haciéndolo.
Esta muy larga introducción pretende situar la última novela de Javier Marías, un escritor que jamás ha despreciado la “cultura popular”, sino todo lo contrario: es un apasionado defensor (e incluso editor) de novela negra, gótica, de misterio y horror. Lo cual no impide que distinga con toda claridad cuál es la cima artística de la novela española actual, indudablemente Juan Benet. Mantener una actitud objetiva e incluso interesada por la literatura “comercial”, sin por ello perder de vista cuál puede ser el mérito de una escritura difícil, densa, rica y ambiciosa, me parece admirable y digno de imitación.
De hecho, en su recientemente publicada Tu rostro mañana III, se dan aspectos que fusionan el uso de elementos democráticos con la hipertécnica de una escritura para profesionales. Y esa ha sido siempre una característica de Marías cuya primera novela, Los dominios del lobo, era ya un homenaje a las narraciones de aventuras que, por cierto, Juan Benet (quien tampoco tuvo jamás pretensiones elitistas) alabó con énfasis. Posiblemente la predilección por la literatura anglosajona que compartían Marías y Benet (Mendoza es el tercer hombre y Cercas el cuarto) les salvó de los errores que cometimos los que andábamos deslumbrados por la literatura francesa de la época, esa híspida profesora vestida de cuero que nos agredía con un volumen de Althusser al grito de: “Cerdo burgués, te voy a hacer llorar cerdito mío”.
La voluminosa parte final de la trilogía de Marías es, creo yo, un ejemplo de literatura artística con la máxima exigencia, pero sin la menor pretensión de encerrarse en un territorio especializado, ese que antes se llamaba “literatura de experimentación”. Contiene elementos architípicos de la literatura popular, de los cuales el más sobresaliente es la pertenencia del protagonista a una sociedad secreta. Este sueño de todo adolescente viene de lejos, posiblemente del “Wilhelm Meister” de Goethe. Y ha provocado siempre una emoción intensa en el lector, como ha demostrado con creces Harry Potter. No obstante, la sociedad secreta a la que pertenece el protagonista de Marías no enlaza con la tradición romántica de los brujos, sino con la muy contemporánea de los agentes secretos, una especie de James Bond en zapatillas que no por eso deja de ser un individuo peligroso. Gracias a la pertenencia a ese grupo de privilegiados de la información, el protagonista accede a un conocimiento del mundo que le está vedado al común de la gente y que le va a permitir intuir cuál será “su rostro mañana”. Una vez lo averigua, como está mandado en el género, puede abandonar la sociedad secreta.
En una escena espléndida, el protagonista debe mirar por obligación los vídeos que obran en poder de esa sociedad secreta, en los que se exhiben escenas pavorosas que Deza observa entre horrorizado y fascinado a través de los dedos de sus manos. En esas cintas se esconde un poder terrorífico que es, simultáneamente, grotesco: palizas, torturas, asesinatos, actos sexuales ridículos, la vil simpleza que exhibe constantemente la televisión en sus programas. Y que, sin embargo, es real para aquellas personas que la sufren. Es cierto que al ruso lo liquidaron, que a la pobre mujer le quemaron el rostro, que al muchacho le partieron la cabeza a la salida del colegio, que el jefe de la CIA iba a las orgías vestido de señora. Esa idiotez criminal, intrínseca al poder político contemporáneo, es el gran secreto de una sociedad que no tendría por qué ser secreta, hasta tal punto la vida cotidiana consiste en esa criminalidad imbécil desde los medios de formación de masas. Sin embargo, la criminalidad imbécil es un material muy valioso en el mercado y ciertas sociedades comercian con ese material en nombre de la Patria.
El argumento de la trilogía cabría en dos carillas. Si bien Marías elige con astucia sus escenarios y son decididamente democráticos, en cambio, para la exposición utiliza las herramientas más difíciles de la literatura exigente. Quizás por eso hay lectores que se declaran fatigados, del mismo modo que los hay que afirman haberse aburrido con las novelas de Benet. Como es lógico, esa es una cuestión de elección personal. Yo no creo que sea más arduo leer a Benet o a Marías que soportar la prosa periodística. Incluso tiendo a entender con mayor dificultad las declaraciones de un ministro que las páginas de una novela de Benet. A veces debo leerlas dos veces para encontrarles algún sentido, cosa que no me ha pasado en las casi mil páginas de Marías.
La prosa de Marías es densa porque es creativa, no es fácil porque es preciso aprender a usarla (lo mismo sucede con Bernhard o con Schoenberg), en ningún momento apela al latiguillo, al tópico, al lugar común, a la frase hecha para facilitar las cosas, sino que, por el contrario, dedica bastantes páginas a desentrañar expresiones, a mirar con lupa una palabra, una frase, a obsesionarse con las equivalencias lingüísticas entre idiomas. Hay críticos que le reprochan un uso poco ortodoxo de la sintaxis. Yo creo que eso debería ser una alabanza.
La justificación de una prosa heterodoxa, sin embargo, ha de nacer de una necesidad reconocible, presente en la novela. La prosa de Marías es claustrofóbica, repetitiva, agobiante, obsesiva, casi demente en ocasiones, pero es que la novela no trata de otra cosa: obsesiones, demencias, agobios. El verdadero asunto de la novela no es el amor, o las relaciones entre los humanos, o las dificultades económicas, sexuales, políticas habituales. El tema de la obra es sencillamente el tiempo como apelativo abstracto de una destrucción imperceptible y repetitiva. A diferencia del tiempo proustiano, que tiene enmienda y se recobra o reencuentra, el tiempo de Marías es unidireccional, no tiene regreso, es irrecuperable. Ese tiempo se escinde en varias dimensiones, pero en todas ellas destruye sistemática y tercamente hasta hacernos desaparecer. A nosotros, a quienes amamos, lo que conocemos, lo que sentimos, la totalidad de nuestro ser, es decir, la totalidad del mundo en el que nos representamos; todo, hasta convertirnos en nada.
Proponer como asunto de una novela la aniquilación, requiere un tratamiento específico. Si Proust hubo de inventar una frase inacabable, retorcida, de una complejidad inaudita y sin embargo transparente al entendimiento hasta el punto de que su novela es en realidad un tratado filosófico, Marías ha tenido que ir puliendo una frase exasperante, asfixiante, insoportable como la misma destrucción a la que procede. Una frase que se destruye a sí misma y que sólo sirve para eso, para escribir novelas de Marías sobre la destrucción, y cualquier pardillo que trate de imitarle no hará sino escribir malas novelas de Marías. Esa armonía entre la necesidad artística del material y la extremada complejidad del mismo es lo que despista a algunos lectores; no así los escenarios, que pertenecen al orden pluscuamdemocrático. En el extenso monólogo de la novela, el narrador va aniquilando todos y cada uno de los personajes, incluido él mismo, aun cuando en realidad sólo dos de ellos mueren o se extinguen realmente. Al finalizar, uno cree haber leído el Eclesiastés contemporáneo.
En la actual efervescencia, en el mundo que se está inventando (yo creo que vivimos una fundación y que somos primitivos de nuestra propia era), la extensión ilimitada de lo “cultural” parece conducir inevitablemente al bodrio. Bien, pues no es así. La novela de Marías debería indicar a los más escépticos que es posible la máxima ambición literaria unida a la más lúcida y simpática mirada sobre “lo popular”. Y que, con mucho esfuerzo y talento, se puede demostrar su fraternidad, su mutua necesidad.
Aunque se va atenuando, no es difícil todavía encontrar aquí y allá voces quejosas sobre la bajísima calidad de las (vamos a llamarlas así) obras de arte actuales: narrativas, músicas, plásticas, arquitectónicas. La melancolía de un tiempo en el que los Reyes del Arte eran coronados por un tribunal de expertos sólidamente formados (casi siempre profesores de prestigio capaces de un razonamiento complejo), aunque mermada, no ha abandonado por completo el lamento. Todas las semanas se asoma alguien a la prensa y declara: “¡Hay que ver cómo está la literatura!”, como si hablara del precio de la merluza.
Es desde luego casi imposible de creer que todavía en la década de los sesenta del siglo XX pudiera Bernstein mantener con enorme éxito un programa televisivo dedicado a explicar la música clásica o que los conciertos de la orquesta de la BBC tuvieran una audiencia millonaria por la radio. Eran tiempos en los que grandes maestros como Thomas Mann o Camus podían encabezar simultáneamente la cima literaria y la de superventas. Todo eso se acabó. Y no va a volver. Seguramente, para nuestro bien.
La causa es, sin duda, la inconcebible extensión del campo llamado “cultural” y la entrada como consumidores de miles de millones de ciudadanos que hasta hace pocos años no manifestaban el menor interés por esos productos. La masificación de los museos es cosa reciente: yo me he paseado por un Louvre absolutamente vacío, excepto en dos salas contaminadas por la notoriedad. Los escritores norteamericanos de la posguerra sabían que caracterizar a un personaje como aficionado al béisbol le daba un inconfundible sello popular, pero que si visitaba un museo o leía un libro quedaba marcado como blanco de clase media y posiblemente judío. Hemingway era sutilísimo en esas pinceladas que hoy pasan inadvertidas.
Cuando hablamos de masificación cultural deberíamos en realidad emplear otra expresión para ser más exactos: democratización cultural. El proceso de masificación no es sino el efecto industrial de la democratización aplicada al campo “artístico”. Y los viejos escritos de Th.W. Adorno contra lo que él llamaba “cultura popular”, así como los de tantos otros elitistas inconscientes que escribieron contra la “industria cultural” no estaban sino tratando de prolongar el sistema rotundamente clasista de la Europa más tradicional. No en vano casi todos los críticos de la “industria cultural” provenían de la izquierda. Una izquierda que creía en la clase política, es decir, en ellos mismos, como vanguardia de una población ignorante (”alienada”, se decía) a la que despreciaban. No han cambiado mucho las cosas en España.
La democratización del Arte, en el terreno literario, comenzó entre nosotros con Cien años de soledad. Nadie podía negar su calidad literaria, sin embargo la venta de millones de ejemplares puso en evidencia un desfase entre las escrituras minoritarias, en general alabadas, y las populares, siempre atacadas por la izquierda. Recuerdo perfectamente a ciertos mandarines “progresistas” que ensalzaron el libro cuando se publicó, pero pronto lo consideraron una “concesión al comercio” en cuanto el libro superó el margen que ellos habían puesto a la élite lectora. Entonces dijeron que “lo bueno de García Márquez es El coronel no tiene quien le escriba”. Pocos años más tarde sucedió algo similar con las primeras y admirables novelas de Vargas Llosa.
En realidad el proceso estaba comenzando y es lógico que despistara a los happy few, pero su avance, mundial y poderoso, es hoy ya tan evidente que sólo gente muy nostálgica sigue atacando “la baja calidad”, “la comercialización” o “la trivialidad” de las (llamémoslas así) obras de arte populares. Hay incluso algún izquierdista, como Zizek, que ya ve como algo indispensable hablar seriamente sobre esos “productos industriales”. Ya era hora: Stanley Cavell lleva décadas haciéndolo.
Esta muy larga introducción pretende situar la última novela de Javier Marías, un escritor que jamás ha despreciado la “cultura popular”, sino todo lo contrario: es un apasionado defensor (e incluso editor) de novela negra, gótica, de misterio y horror. Lo cual no impide que distinga con toda claridad cuál es la cima artística de la novela española actual, indudablemente Juan Benet. Mantener una actitud objetiva e incluso interesada por la literatura “comercial”, sin por ello perder de vista cuál puede ser el mérito de una escritura difícil, densa, rica y ambiciosa, me parece admirable y digno de imitación.
De hecho, en su recientemente publicada Tu rostro mañana III, se dan aspectos que fusionan el uso de elementos democráticos con la hipertécnica de una escritura para profesionales. Y esa ha sido siempre una característica de Marías cuya primera novela, Los dominios del lobo, era ya un homenaje a las narraciones de aventuras que, por cierto, Juan Benet (quien tampoco tuvo jamás pretensiones elitistas) alabó con énfasis. Posiblemente la predilección por la literatura anglosajona que compartían Marías y Benet (Mendoza es el tercer hombre y Cercas el cuarto) les salvó de los errores que cometimos los que andábamos deslumbrados por la literatura francesa de la época, esa híspida profesora vestida de cuero que nos agredía con un volumen de Althusser al grito de: “Cerdo burgués, te voy a hacer llorar cerdito mío”.
La voluminosa parte final de la trilogía de Marías es, creo yo, un ejemplo de literatura artística con la máxima exigencia, pero sin la menor pretensión de encerrarse en un territorio especializado, ese que antes se llamaba “literatura de experimentación”. Contiene elementos architípicos de la literatura popular, de los cuales el más sobresaliente es la pertenencia del protagonista a una sociedad secreta. Este sueño de todo adolescente viene de lejos, posiblemente del “Wilhelm Meister” de Goethe. Y ha provocado siempre una emoción intensa en el lector, como ha demostrado con creces Harry Potter. No obstante, la sociedad secreta a la que pertenece el protagonista de Marías no enlaza con la tradición romántica de los brujos, sino con la muy contemporánea de los agentes secretos, una especie de James Bond en zapatillas que no por eso deja de ser un individuo peligroso. Gracias a la pertenencia a ese grupo de privilegiados de la información, el protagonista accede a un conocimiento del mundo que le está vedado al común de la gente y que le va a permitir intuir cuál será “su rostro mañana”. Una vez lo averigua, como está mandado en el género, puede abandonar la sociedad secreta.
En una escena espléndida, el protagonista debe mirar por obligación los vídeos que obran en poder de esa sociedad secreta, en los que se exhiben escenas pavorosas que Deza observa entre horrorizado y fascinado a través de los dedos de sus manos. En esas cintas se esconde un poder terrorífico que es, simultáneamente, grotesco: palizas, torturas, asesinatos, actos sexuales ridículos, la vil simpleza que exhibe constantemente la televisión en sus programas. Y que, sin embargo, es real para aquellas personas que la sufren. Es cierto que al ruso lo liquidaron, que a la pobre mujer le quemaron el rostro, que al muchacho le partieron la cabeza a la salida del colegio, que el jefe de la CIA iba a las orgías vestido de señora. Esa idiotez criminal, intrínseca al poder político contemporáneo, es el gran secreto de una sociedad que no tendría por qué ser secreta, hasta tal punto la vida cotidiana consiste en esa criminalidad imbécil desde los medios de formación de masas. Sin embargo, la criminalidad imbécil es un material muy valioso en el mercado y ciertas sociedades comercian con ese material en nombre de la Patria.
El argumento de la trilogía cabría en dos carillas. Si bien Marías elige con astucia sus escenarios y son decididamente democráticos, en cambio, para la exposición utiliza las herramientas más difíciles de la literatura exigente. Quizás por eso hay lectores que se declaran fatigados, del mismo modo que los hay que afirman haberse aburrido con las novelas de Benet. Como es lógico, esa es una cuestión de elección personal. Yo no creo que sea más arduo leer a Benet o a Marías que soportar la prosa periodística. Incluso tiendo a entender con mayor dificultad las declaraciones de un ministro que las páginas de una novela de Benet. A veces debo leerlas dos veces para encontrarles algún sentido, cosa que no me ha pasado en las casi mil páginas de Marías.
La prosa de Marías es densa porque es creativa, no es fácil porque es preciso aprender a usarla (lo mismo sucede con Bernhard o con Schoenberg), en ningún momento apela al latiguillo, al tópico, al lugar común, a la frase hecha para facilitar las cosas, sino que, por el contrario, dedica bastantes páginas a desentrañar expresiones, a mirar con lupa una palabra, una frase, a obsesionarse con las equivalencias lingüísticas entre idiomas. Hay críticos que le reprochan un uso poco ortodoxo de la sintaxis. Yo creo que eso debería ser una alabanza.
La justificación de una prosa heterodoxa, sin embargo, ha de nacer de una necesidad reconocible, presente en la novela. La prosa de Marías es claustrofóbica, repetitiva, agobiante, obsesiva, casi demente en ocasiones, pero es que la novela no trata de otra cosa: obsesiones, demencias, agobios. El verdadero asunto de la novela no es el amor, o las relaciones entre los humanos, o las dificultades económicas, sexuales, políticas habituales. El tema de la obra es sencillamente el tiempo como apelativo abstracto de una destrucción imperceptible y repetitiva. A diferencia del tiempo proustiano, que tiene enmienda y se recobra o reencuentra, el tiempo de Marías es unidireccional, no tiene regreso, es irrecuperable. Ese tiempo se escinde en varias dimensiones, pero en todas ellas destruye sistemática y tercamente hasta hacernos desaparecer. A nosotros, a quienes amamos, lo que conocemos, lo que sentimos, la totalidad de nuestro ser, es decir, la totalidad del mundo en el que nos representamos; todo, hasta convertirnos en nada.
Proponer como asunto de una novela la aniquilación, requiere un tratamiento específico. Si Proust hubo de inventar una frase inacabable, retorcida, de una complejidad inaudita y sin embargo transparente al entendimiento hasta el punto de que su novela es en realidad un tratado filosófico, Marías ha tenido que ir puliendo una frase exasperante, asfixiante, insoportable como la misma destrucción a la que procede. Una frase que se destruye a sí misma y que sólo sirve para eso, para escribir novelas de Marías sobre la destrucción, y cualquier pardillo que trate de imitarle no hará sino escribir malas novelas de Marías. Esa armonía entre la necesidad artística del material y la extremada complejidad del mismo es lo que despista a algunos lectores; no así los escenarios, que pertenecen al orden pluscuamdemocrático. En el extenso monólogo de la novela, el narrador va aniquilando todos y cada uno de los personajes, incluido él mismo, aun cuando en realidad sólo dos de ellos mueren o se extinguen realmente. Al finalizar, uno cree haber leído el Eclesiastés contemporáneo.
En la actual efervescencia, en el mundo que se está inventando (yo creo que vivimos una fundación y que somos primitivos de nuestra propia era), la extensión ilimitada de lo “cultural” parece conducir inevitablemente al bodrio. Bien, pues no es así. La novela de Marías debería indicar a los más escépticos que es posible la máxima ambición literaria unida a la más lúcida y simpática mirada sobre “lo popular”. Y que, con mucho esfuerzo y talento, se puede demostrar su fraternidad, su mutua necesidad.
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