Por Antonio Skármeta, escritor chileno, autor de El cartero de Neruda y El baile de la victoria (EL PAÍS, 10/10/07):
El 5 de octubre de 1988 el pueblo chileno vivía uno de los momentos más emocionantes de su historia. Venciendo el miedo y el escepticismo, los chilenos asistieron a las urnas para votar en un plebiscito donde el dictador Pinochet les pedía que votaran sí para mantenerse otros ocho años en el poder. Estimulado por una campaña publicitaria a favor del no donde los artistas chilenos mostraron ingenio y visión de futuro, el pueblo le propinó a Pinochet un no tan gigantesco que no hubo maniobra posible que lograra ocultar el sol con la mano. Chile quería democracia y que se fuera Pinochet.
Un año más tarde la gente elegía libremente y con holgada mayoría a un candidato de una coalición de centro izquierda, alianza de partidos socialistas y democratacristianos, que hasta hoy gobierna Chile. Si bien las últimas encuestas acicatadas por problemas puntuales de este último año muestran un descenso del índice de apoyo a la presidenta Bachelet, cercano ahora al 35%, es innegable que Chile en estas dos últimas décadas consiguió progreso económico y estabilidad democrática.
Sólo en algo el país estaba rezagado: el intento de juicio al general Pinochet había desembocado en una triste parodia de justicia donde el anciano dictador escabulló la cárcel con una gama de ardides dignas de un prestidigitador. También quedó flotando la sensación de que el Chile democrático no pudo, o no quiso, hacer más por encarcelar al dictador, frustrando así el hondo anhelo del pueblo que sufrió los rigores de su dictadura y a la opinión pública internacional, que no sin perplejidad veía cómo la democracia chilena cuidaba su estabilidad con una prudencia excesivamente pragmática.
En efecto, cada vez que Pinochet era investigado por el sospechoso origen de una fortuna incompatible con el salario de sus funciones, los poderes fácticos se movían y lograban con amenazas veladas o abiertas suspender los procesos en su contra. Fueron varias las ocasiones en que la justicia y la democracia sufrieron esta humillación. Las repetidas frases: “En Chile la justicia funciona”, “Dejemos actuar a los tribunales”, a veces parecían formulaciones de buenos deseos más que descripciones realistas.
Dos acontecimientos brotados fuera de Chile pusieron en jaque esta cierta indolencia de la exitosa democracia chilena y la obligaron a cuestionarse y actuar.
La primera fue la orden de detención que el juez español Baltasar Garzón logró imponer cuando Pinochet visitaba Londres, y la segunda una denuncia de cuentas sospechosas del general, tras una revisión de instituciones financieras en Estados Unidos, especialmente del Banco Riggs, motivada en una pesquisa tras los dineros del terrorismo que se había manifestado el 11 de septiembre en Nueva York.
De no haber mediado estas instancias, Chile hubiera marcado con paso cansino los avances en la justicia por violación a los derechos humanos y el esclarecimiento de la corrupción en la dictadura. La paliza que le había dado Pinochet al país había sido muy grande como para arriesgar enojar al general y sus boys a que actuaran contra la bella y vulnerable democracia conseguida con tanto esfuerzo. Un episodio de esta debilidad fue especialmente expresivo: durante el Gobierno de Eduardo Frei un juez investigó a fondo ciertos cheques voluminosos de un hijo de Pinochet y el ex dictador paseó entonces sus tropas por las calles en tenida de combate. El caso fue bautizado por la prensa como el de los “pinocheques”. El presidente de la República determinó no continuar con el proceso indagatorio “por razones de Estado”.
Se comprenderá entonces la conmoción que ha causado en el país que justo alrededor del 5 de octubre, a 19 años del triunfo del no, un juez vigoroso y decidido haya logrado superar todas las celadas que se le tendieron y emitiera orden de detención contra más de veinte familiares directos y colaboradores de Pinochet. Algunos, siguiendo una estrategia patentada por el dictador, se declararon gravemente enfermos y fueron a dar al Hospital Militar, como su viuda, pero los otros no se han librado de una noche en la cárcel.
Es imposible prever hoy qué sucederá con todos estos acusados que fueron el núcleo duro del general. Es posible que sus abogados los saquen luego a las calles y que se establezca la demorosa rutina de tira y aflojas que caracteriza a la burocracia judicial.
Puede que luego se borre con el codo lo que se escribió con la mano. Pero esa noche, cuando todos estos personajes, dechados de omnipotencia y arrogancia en su tiempo, desembocaron en los calabozos, será un símbolo de gran valor emocional para los chilenos y acaso para los seguidores solidarios en el mundo del desarrollo de nuestro país.
Quizás sólo una noche. Pudiera ser dos. Tal vez más. Un castigo leve que no guarda ninguna proporción con el enorme daño que la dictadura hizo, y sin embargo, para el pueblo chileno, que no desea venganza sino justicia y que ha tolerado tanto con tanta paciencia y dulzura, es un castigo de genio ético que les ha puesto una sonrisa en los labios. Lo toman con la tradicional humildad chilena que suele decir “peor es ná” y que también ha tenido expresiones de modestia épica. Como por ejemplo cuando el presidente Allende decide morir, pues se sabe vencido, y dice que su muerte será “al menos un castigo moral a la felonía y a la traición”.
Esta vez, una sonrisa al menos.
El 5 de octubre de 1988 el pueblo chileno vivía uno de los momentos más emocionantes de su historia. Venciendo el miedo y el escepticismo, los chilenos asistieron a las urnas para votar en un plebiscito donde el dictador Pinochet les pedía que votaran sí para mantenerse otros ocho años en el poder. Estimulado por una campaña publicitaria a favor del no donde los artistas chilenos mostraron ingenio y visión de futuro, el pueblo le propinó a Pinochet un no tan gigantesco que no hubo maniobra posible que lograra ocultar el sol con la mano. Chile quería democracia y que se fuera Pinochet.
Un año más tarde la gente elegía libremente y con holgada mayoría a un candidato de una coalición de centro izquierda, alianza de partidos socialistas y democratacristianos, que hasta hoy gobierna Chile. Si bien las últimas encuestas acicatadas por problemas puntuales de este último año muestran un descenso del índice de apoyo a la presidenta Bachelet, cercano ahora al 35%, es innegable que Chile en estas dos últimas décadas consiguió progreso económico y estabilidad democrática.
Sólo en algo el país estaba rezagado: el intento de juicio al general Pinochet había desembocado en una triste parodia de justicia donde el anciano dictador escabulló la cárcel con una gama de ardides dignas de un prestidigitador. También quedó flotando la sensación de que el Chile democrático no pudo, o no quiso, hacer más por encarcelar al dictador, frustrando así el hondo anhelo del pueblo que sufrió los rigores de su dictadura y a la opinión pública internacional, que no sin perplejidad veía cómo la democracia chilena cuidaba su estabilidad con una prudencia excesivamente pragmática.
En efecto, cada vez que Pinochet era investigado por el sospechoso origen de una fortuna incompatible con el salario de sus funciones, los poderes fácticos se movían y lograban con amenazas veladas o abiertas suspender los procesos en su contra. Fueron varias las ocasiones en que la justicia y la democracia sufrieron esta humillación. Las repetidas frases: “En Chile la justicia funciona”, “Dejemos actuar a los tribunales”, a veces parecían formulaciones de buenos deseos más que descripciones realistas.
Dos acontecimientos brotados fuera de Chile pusieron en jaque esta cierta indolencia de la exitosa democracia chilena y la obligaron a cuestionarse y actuar.
La primera fue la orden de detención que el juez español Baltasar Garzón logró imponer cuando Pinochet visitaba Londres, y la segunda una denuncia de cuentas sospechosas del general, tras una revisión de instituciones financieras en Estados Unidos, especialmente del Banco Riggs, motivada en una pesquisa tras los dineros del terrorismo que se había manifestado el 11 de septiembre en Nueva York.
De no haber mediado estas instancias, Chile hubiera marcado con paso cansino los avances en la justicia por violación a los derechos humanos y el esclarecimiento de la corrupción en la dictadura. La paliza que le había dado Pinochet al país había sido muy grande como para arriesgar enojar al general y sus boys a que actuaran contra la bella y vulnerable democracia conseguida con tanto esfuerzo. Un episodio de esta debilidad fue especialmente expresivo: durante el Gobierno de Eduardo Frei un juez investigó a fondo ciertos cheques voluminosos de un hijo de Pinochet y el ex dictador paseó entonces sus tropas por las calles en tenida de combate. El caso fue bautizado por la prensa como el de los “pinocheques”. El presidente de la República determinó no continuar con el proceso indagatorio “por razones de Estado”.
Se comprenderá entonces la conmoción que ha causado en el país que justo alrededor del 5 de octubre, a 19 años del triunfo del no, un juez vigoroso y decidido haya logrado superar todas las celadas que se le tendieron y emitiera orden de detención contra más de veinte familiares directos y colaboradores de Pinochet. Algunos, siguiendo una estrategia patentada por el dictador, se declararon gravemente enfermos y fueron a dar al Hospital Militar, como su viuda, pero los otros no se han librado de una noche en la cárcel.
Es imposible prever hoy qué sucederá con todos estos acusados que fueron el núcleo duro del general. Es posible que sus abogados los saquen luego a las calles y que se establezca la demorosa rutina de tira y aflojas que caracteriza a la burocracia judicial.
Puede que luego se borre con el codo lo que se escribió con la mano. Pero esa noche, cuando todos estos personajes, dechados de omnipotencia y arrogancia en su tiempo, desembocaron en los calabozos, será un símbolo de gran valor emocional para los chilenos y acaso para los seguidores solidarios en el mundo del desarrollo de nuestro país.
Quizás sólo una noche. Pudiera ser dos. Tal vez más. Un castigo leve que no guarda ninguna proporción con el enorme daño que la dictadura hizo, y sin embargo, para el pueblo chileno, que no desea venganza sino justicia y que ha tolerado tanto con tanta paciencia y dulzura, es un castigo de genio ético que les ha puesto una sonrisa en los labios. Lo toman con la tradicional humildad chilena que suele decir “peor es ná” y que también ha tenido expresiones de modestia épica. Como por ejemplo cuando el presidente Allende decide morir, pues se sabe vencido, y dice que su muerte será “al menos un castigo moral a la felonía y a la traición”.
Esta vez, una sonrisa al menos.
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