jueves, noviembre 08, 2007

David Cameron ante su hora decisiva / He looks like a man who will be PM. But not in one month

Por Simon Jenkins, periodista, columnista habitual del diario The Guardian y experto en Historia militar (EL MUNDO / THE GUARDIAN, 09/10/07):

¿Qué hay en una alocución política? ¿Nada más que palabras para los convencidos en un lugar de vacaciones azotado por el viento? El discurso de la semana pasada de David Cameron ante los conservadores en Blackpool (noroeste de Inglaterra) fue anunciado como el de la hora de la verdad, «el discurso decisivo» tanto para él como para su partido; al menos así se concebía cuando aún se barajaba el adelanto electoral para este otoño -sin la más mínima justificación-, que finalmente Brown ha descartado.

A 10 puntos por detrás de Gordon Brown en las encuestas de los últimos meses, Cameron se vio obligado a decir a sus huestes titubeantes que una derrota en las urnas, prácticamente segura, no sería el fin del mundo. Como los rusos en la batalla de Borodino, animó a sus correligionarios a seguir manteniendo la moral bien alta, haciendo posible a su jefe la supervivencia para lanzarse al combate en una cita posterior. Pues bien, aunque era intrascendente en sí mismo, el discurso de Cameron se ha convertido en trascendente, porque todo el mundo ha dicho que lo era.

Lo que hizo el líder del Partido Conservador británico no fue tanto estar a la altura de la ocasión como complacerse en ella. Su aspecto impecable y su porte juvenil contradicen la supuesta seriedad que hace falta para transmitir autoridad en un Gobierno. Cunde en relación a él una sensación como de que se ha cometido un pequeño error al repartir los papeles, como de que no está lo bastante preparado para el trabajo en cuestión. A unos electores mayoritariamente conformes con permitir a Gordon Brown seguir en el cargo -como hicieron con John Major en 1992-, debe ofrecérseles una razón convincente para que se lo jueguen todo a la carta de un ingenuo. De ahí, pues, la presentación que Cameron hizo de sí mismo como un político sin aristas y responsable, un inquilino verosímil de Downing Street pero no, como sería de esperar, en un plazo de tres años, sino incluso dentro de tres semanas.

Con su forma de hablar, en un tono familiar, durante más de una hora sin recurrir a notas, Cameron se reveló como un orador extraordinario que forma un trío impresionante con la brillantez retórica de William Hague [ex líder de los conservadores] y el estilo confiado de George Osborne [portavoz del Partido Conservador de Finanzas]. No recurrió a frases rimbombantes y resultó, afortunadamente, parco en tópicos, salvo ese terrible patinazo sobre «el nuevo mundo: el fracaso de la vieja política, la necesidad de una nueva política». Era consciente de que se estaba dirigiendo no sólo a los convencidos, sino, sobre todo, a los espectadores escépticos a través de los televisores de toda la nación, lo cual requería, como él mismo dijo, un cambio de actitud, «de un hombre que quiere dirigir mi partido a uno que quiere dirigir mi país».

El partido de Cameron ha disfrutado de una buena semana después de un verano para olvidar. La estrategia de apelar primero al centro en los temas de medio ambiente y política social y después a la derecha en los de defensa, ley y orden cayó en el riesgo de parecer que se movía en un río revuelto para ganancia de todos. A continuación, las propuestas de investigación que Cameron presentó hace un año de manera audaz tocaron demasiados puntos e introdujeron confusión en temas como los centros estatales de enseñanza secundaria, los impuestos en los supermercados y lo que parecía ser una especie de fervor medioambiental colectivo. A lo largo de esta semana, la dirección ha tenido que cerrar precipitadamente la caja de Pandora, mientras Cameron tuvo que ofrecer en su discurso un poco de coherencia ideológica.

Eso sí, ha sido capaz de hacerlo con habilidad. La tradicional personalidad conservadora, dividida entre la necesidad de una gran libertad individual y un gobierno fuerte, se ha resuelto en su frase: «Yo creo que si damos a las personas más poder y control sobre sus vidas…, la sociedad en su conjunto también se volverá más fuerte». Cameron se ha comprometido no sólo a acabar con los documentos de identidad, sino también a eliminar todo tipo de regulación vertical en la que «se retira la responsabilidad a nuestros funcionarios públicos y, en consecuencia, se prescinde [de toda responsabilidad] de los servicios públicos».

Cameron ha exhibido un entusiasmo desconocido por la autonomía de los gobiernos locales y por «hacer pedazos los manuales de procedimientos, las barreras y las revisiones de cuentas». Ha habido apoyo a los alcaldes electos y a los comisarios de policía, e incluso a un juvenil «servicio nacional de ciudadanos» de objetivos imprecisos. Estas ambiciones se han ilustrado de manera muy gráfica con anécdotas sobre profesores, médicos y policías imposibilitados de realizar su trabajo por culpa del centralismo de los laboristas.

Oír a un conservador quejarse de que «mientras nuestra economía se está volviendo más rica, nuestra sociedad se está volviendo más pobre» es algo novedoso y bienvenido, aunque queda invalidado cuando se identifica una sociedad más fuerte, con menos inmigrantes, más presos y la necesidad de las guerras de Irak y Afganistán. Esto debe de responder más a la audiencia de Cameron que a sus propias convicciones personales.

El se ha dado cuenta con toda claridad de que, para ser elegido, un partido conservador tiene que superar al laborista en terrenos como la escolarización igualitaria, el funcionamiento del NHS [National Health Service o Sistema Nacional de Salud] y la consolidación de las pensiones individuales. Debe prestar atención, asimismo, a las cuestiones relativas al medio ambiente que los jóvenes políticamente activos consideran simbólicas, como la de atajar de una vez «el claro peligro que en estos momentos representa para nuestro país el cambio climático». No ha sido una hazaña menor lograr que una audiencia conservadora aplauda las restricciones a la libertad del consumidor que puede conllevar una política destinada a combatirlo.

Cameron está en vías de definir un nuevo conservadurismo que podría liberarse así del lastre pesado de 18 años de mandato, desde 1979 a 1997. Este conservadurismo da carpetazo a los gobiernos fuertes y a un Estado autoritario, pero no mediante un individualismo defendido con uñas y dientes, sino a través del compromiso personal con el voluntariado y el servicio público. El thatcherismo eliminó buena parte del desorden que había en la intervención estatal en la industria y el comercio. Su asignatura pendiente fue el funcionamiento excesivamente burocratizado del Estado. Para Tony Blair y Gordon Brown eso ha significado la aceptación de las privatizaciones thatcherianas de la manera más burda y la llamada posibilidad de elección (falsa, en gran medida) en los servicios públicos. Eso no ha funcionado. Eso ha sido thatcherismo mal entendido.

No está claro lo que significa en la práctica el compromiso de Cameron con los servicios públicos personales. Tendrá que encontrar una antítesis al centralismo que vaya más allá de consignas sin contenido del tipo de «una nueva política» y «responsabilidad social». Deberá poner algo de chicha en estos conceptos, no sólo una idea general, sino compromisos concretos de descentralización de los servicios mencionados a favor de las autoridades democráticas locales. Habrá de ceder a estas autoridades el poder de recaudar y gastar dinero, que es algo que todavía se muestra reacio a hacer.

Hay algo que todavía impide a Cameron acercarse a la taquilla y exigir que el ministro haga menos, no más, en relación con algunas crisis en los servicios públicos. Es como si no se atreviera a exigir la descentralización porque él mismo está aún encerrado en el armario de Westminster. Carece de experiencia para comprender exactamente qué es lo que está fallando en los servicios públicos del Reino Unido. Un hombre contrario a la idea del gobierno fuerte debería tenerla, tanto en el plano particular como en el general, de manera que los usuarios normales de esos servicios puedan hacerse una idea de lo que realmente significa esa «nueva política».

Sean cuando sean finalmente las elecciones, lo mejor que puede esperar Cameron es batirse con gallardía, infligir alguna humillación al contrario y dedicarse después a consolidar una base más sólida desde la que volver a pelear en el plazo de los cuatro años siguientes, como hizo Thatcher en la oposición.

David Cameron tiene el aura de un hombre que llegará algún día a ser primer ministro. Tras algún que otro traspié inevitable, ha seguido una trayectoria sensata desde que se hizo con el puesto de jefe de su partido. Es posible que se le niegue la gloria inmediata, pero lo que ha hecho hasta ahora, no le va a causar ningún daño a largo plazo.

********************

What’s in a political speech? Mere words to the faithful in a windy resort? David Cameron’s speech to the Conservatives in Blackpool yesterday was billed as make or break, the “speech of a lifetime”, both for him and his party, given that they may face an outrageously unjustified election this autumn.

Trailing by 10 points in the polls, Cameron had to assure his stumbling forces that near certain defeat is not the end of the road. Like the Russians at Borodino, they must conduct themselves so that morale stays high and their leader lives to fight another day. That was yesterday’s task. Unimportant in itself, the speech became important because everyone declared it so.
Cameron did not so much rise to the occasion as relax into it. His sleek appearance and youthful demeanour deny him the gravitas needed to convey authority in government. There is about him a sense of mild miscasting, a not-quite-readiness for the job in hand. Voters content to give Gordon Brown a decent chance in office, as they did John Major in 1992, must be offered a convincing reason for gambling on an ingenue. Hence Cameron’s presentation of himself as un-shrill and responsible, a plausible occupant of Downing Street - not, as might have been expected, in three years’ time, but possibly in three weeks.Talking conversationally for over an hour without recourse to notes, Cameron is emerging as a remarkable orator, forming an impressive trio alongside the rhetorical bravura of William Hague and the confident declamations of George Osborne. He used no soaring phraseology and was mercifully spare with his cliches, other than a dreadful lapse with “new world: old politics failing, new politics required”. He knew he was addressing not just the faithful but sceptical TV screens across the nation. This required a mood shift, as he said, from a man who “wants to lead my party to one who wants to lead my country”.

Cameron’s party has had a good week after a miserable summer. The strategy of appealing first to the centre on the environment and social policy, then to the right on defence and law and order, risked seeming all things to all people. Then the research programmes which Cameron boldly launched a year ago ran all over the shop, with confusion over grammar schools, taxes on supermarkets and what appeared to be collective tree-hugging. This week the leadership had hurriedly to push cats back into bags while Cameron in his speech had to give it some ideological coherence.

This he did deftly. The old Tory personality split between individual freedom and strong government was resolved into: “I believe that if we give people more power and control over their lives … society too will become stronger.” Cameron committed himself not just to end ID cards but to sweep away targetry and top-down regulation, where “responsibility is sucked away from our public servants and as a result sucked away from our public services”.

He displayed a newfound enthusiasm for devolution to local government and to “tearing up the rulebooks, ring-fencing and auditing”. There was support for elected mayors and police commissioners and even a teenage “national citizens’ service”, of indeterminate purpose. Such ambitions were vividly illustrated with tales of teachers, doctors and policemen unable to do their jobs because of Labour’s centralisation.

To hear a Tory wail that “while our economy is getting richer, our society is getting poorer” is novel and welcome, though spoiled when a stronger society was identified with fewer immigrants, more prisoners and the Iraq and Afghan wars. This must owe more to Cameron’s audience than to his convictions. He clearly understands that to be electable, a Tory party has to outgun Labour in such territory as equal schooling, NHS performance and the underpinning of personal pensions. It must also cover the environmental bases which politically active young people regard as iconic, to halt the “clear and present danger to our country” of climate change. To have a Tory audience cheering the restrictions on consumer freedom this may entail was no mean achievement.

Cameron is on his way to defining a new Toryism which can free itself of the dreary baggage of 18 years of office from 1979 to 1997. This Toryism replaces big government and an overbearing state not with red-in-tooth-and-claw individualism but with a personal commitment to voluntary and public service. Thatcherism cleared much of the clutter of state intervention in industry and commerce. Its remaining business was the over-bureaucratised performance of the state. To Tony Blair and Gordon Brown this meant crudely importing Thatcherite privatisation and (largely phoney) choice into public services. This has not worked. It was “the wrong sort” of Thatcherism.

What Cameron’s alternative commitment to personal public service means in practice is obscure. He must find an antithesis to centralism that goes beyond empty slogans such as “a new politics” and “social responsibility”. He must put flesh on these concepts, not as policies but as pledges to decentralise named services to local democratic authorities. He must give those authorities the power to raise and spend money, which he is as yet unwilling to do.

Something still holds Cameron back from standing at the dispatch box and demanding “the minister do less not more” about some crisis in public services. It is as if he dare not demand devolution because he himself is still locked within the Westminster cupboard. He lacks the experience to understand quite what is failing in Britain’s public services. An anti-big-government man must be so in the particular as well as the general, so that ordinary users of services can comprehend what the “new politics” really means.

If an election is called next week it will only be because Brown is certain to win, such being the craziness of the British constitution. The best Cameron can hope is to fight well, inflict some humiliation and spend the aftermath building a stronger base to come back in four years’ time, like Thatcher in opposition.

He has the aura of a man who will one day be prime minister. Give or take some inevitable spills, he has steered a sensible course since he became his party’s leader. Early glory may soon be denied him, but yesterday he did his long-term cause no damage.

No hay comentarios.: