Por Pascal Bruckner, novelista y ensayista francés. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia (EL PAÍS, 06/10/07):
Era un acuerdo tácito: desde el principio de la guerra fría, Estados Unidos se encargó, a través de la OTAN, de la defensa de Europa y Occidente. Incluso cuando Francia y Gran Bretaña se dotaron de la bomba atómica, gracias a la prudencia de sus dirigentes, el Tío Sam era el que garantizaba la seguridad del Viejo Continente frente a la URSS. A nosotros nos tocaba disfrutar de las alegrías de la paz y la prosperidad, y a nuestros primos del otro lado del Atlántico les correspondía la carga del mantenimiento del orden y la histeria marcial. Una situación así -hay que decirlo- no era saludable. Fomentó entre los europeos lo que podríamos llamar el complejo del deudor: nadie ignora, al menos en Occidente, que, sin la ayuda de los aliados en 1917 y, sobre todo, en 1944, nuestro continente habría podido quedar borrado del mapa o haberse convertido en colonia del Reich, primero, y de las tropas soviéticas después. Hay generosidades que son afrentas: el plan Marshall y el Tratado del Atlántico Norte agravaron esa deuda.
Esta tutela era una señal de la inmadurez de la Comunidad Europea, incapaz de establecerse como sujeto político y asumir la carga de su defensa, por lo que se refugiaba bajo el paraguas militar estadounidense. Una buena parte del antiamericanismo se fraguó durante esos años, por esa dependencia malsana. Maldecíamos a un protector del que no intentábamos emanciparnos. Se pueden reprochar a Estados Unidos muchas cosas: su rapacidad, su vulgaridad, su culto al becerro de oro, todo menos nuestra apatía. Parece que preferimos quejarnos que actuar. Porque los vituperios “anti-imperialistas” tienen un elemento engañoso: que les interesa conservar el objeto de su abominación. Protestan para conservar, no para destruir. Esta crítica mecánica constituye una forma peculiar de renuncia: nos precipitamos a ella porque nos resignamos a la situación de hecho. Por eso tantos Estados europeos (la mayoría) no dejan de echar pestes contra el militarismo estadounidense pero no hacen nada para librarse de su influencia, como el hijo que se rebela contra los padres pero nunca se va de casa. Esa forma de aceptar la impotencia ya no puede seguir tolerándose. Y no puede por otro motivo aún más grave: porque nuestro protector yanqui tiene plomo en las alas; la hiperpotencia norteamericana se ha vuelto también vulnerable.
En junio de 2001, el columnista conservador Charles Krauthammer explicaba con gran hipocresía en The New York Times que ya no existía ningún rival que se opusiera al dominio de Estados Unidos en el mundo y que, en cuestiones de defensa y de ecología, Washington hacía bien en obrar a su antojo: Europa seguiría siendo siempre una enana política, Rusia, una potencia insignificante, y China, un Estado despreciable. Todos sabemos lo que sucedió meses más tarde. Seis años después del 11-S, no hay más remedio que hacer constar que Estados Unidos no está venciendo la guerra contra el terrorismo: los talibanes están recuperando terreno en Afganistán, el general Perwez Musharraf corre peligro de caer derrocado por una coalición de extremistas tribales y militares ganados para la causa integrista, Irak sigue siendo un caos y continúa habiendo atentados en todos los rincones del planeta sin que sea posible echar el guante a quienes participan en ellos.
¿Qué factor ha intervenido para que se haya debilitado aquel exceso de seguridad en sí mismo que caracterizaba al Estados Unidos de Bill Clinton? Un sentimiento que ya conocían los antiguos: la soberbia, el orgullo desmesurado que derriba los imperios más poderosos. Pensaba en ello hace poco, mientras veía una película en un cine de París: El ultimátum de Bourne, con Matt Damon en el papel protagonista.
Las historias de ficción, incluso las más mediocres, nos dicen más sobre el estado de ánimo de un país que los largos discursos; son la fotografía exacta de un momento concreto. Y esta película es el síntoma de una mentalidad dominante. Combina dos mitologías presentes en las cabezas pensantes del Imperio: la fe en la infalibilidad de la tecnología, capaz de verlo todo, oírlo todo, adivinarlo todo en cualquier momento del día y de la noche, en cualquier lugar del mundo, tanto si se trata de sorprender una conversación murmurada entre dos individuos como de leer la placa de matrícula de un vehículo o localizar un rostro en medio de la multitud, y el mito del superhombre que escapa a todos los determinismos corrientes, desafía las leyes del peso y la gravedad, vuela por el aire, no tiene necesidad de dormir ni de comer, escapa a las balas y a las armas blancas y sale casi indemne, con algunas gotas de sangre en la nariz, de las peleas más violentas.
Podemos apreciar las aventuras de Superman, Catwoman y otros héroes de cómic del otro lado del Atlántico. Sin embargo, resulta más inquietante que los círculos influyentes de Estados Unidos conciban la lucha contra el terror como si fuera un tebeo. Sabemos bien, por ejemplo, los estragos que ha causado en los servicios secretos el hecho de haber abandonado la información humana, la humilde recopilación de informaciones por medio de agentes profesionales o chivatos remunerados, para depender exclusivamente de la vigilancia electrónica, las pantallas, las cámaras, los micrófonos. Estados Unidos, con su gusto por los arsenales de última generación, recuerda a veces a los animales prehistóricos, imponentes y terroríficos pero impedidos por su extrema complejidad.
El vértigo del éxito fácil es mal consejero, si contribuye a reforzar en un Estado la certeza de que es invencible. Así fue como, en la segunda guerra del Golfo, el sueño insensato de modificar por las armas el rostro de Oriente Próximo se hizo añicos frente a los acontecimientos. Ante todo ello, los neoconservadores, principales instigadores de este conflicto, han permanecido como unos bolcheviques pasados a la derecha, que han mantenido de su vieja familia política, el trotskismo, el mismo voluntarismo prometeico, la misma desenvoltura ante la realidad.
Hay que añadir que a estos señores no se les ha oído una palabra de autocrítica ni una sombra de duda: no se equivocan nunca, como los bolcheviques, y son los otros los que no se han atrevido a ir hasta el final y se han dejado influir por consideraciones morales o diplomáticas. Su intención de imponer la democracia en Mesopotamia por la fuerza de las bayonetas -una intención que puede considerarse loable y demencial a la vez- se ha topado, como siempre, con la complejidad de todo lo humano. “Un neoconservador”, dice Irving Kristol, “es un hombre de izquierdas que se ha visto agredido por la realidad”. Hay que creer que la agresión fue benigna, porque el que más ha salido perdiendo en este asunto ha sido el principio de realidad. El hundimiento iraquí y los sinsabores afganos prueban que Estados Unidos ya no tiene los medios para ser un imperio, ni siquiera un imperio benévolo.
La verdad es que, más que el liderazgo estadounidense, lo que resulta inquietante es su discrecionalidad, el sentimiento de que este policía de eclipses, este “sheriff intermitente” (Richardt Haas), ya no está a la altura de la misión que él mismo se ha asignado. El Pentágono tiene que afrontar la falta de soldados y está ya al límite de su capacidad, porque tiene que actuar en varios teatros de operaciones y ver cómo un puñado de “desharrapados” bien armados y terriblemente eficaces le mantiene a raya, tanto en el triángulo suní como en las montañas del este de Afganistán.
En otras palabras, la notoria incompetencia de los servicios secretos estadounidenses, sobre todo en la prevención de los atentados del 11 de septiembre, y los escasos resultados obtenidos por su ejército, a pesar de sus formidables medios y de una potencia de fuego sin igual, deben ser motivo suficiente para que, con toda urgencia nos responsabilicemos de nuestra propia seguridad. En la lucha contra el terrorismo, nadie tiene derecho a ser tonto. Cada decisión implica una estrategia a largo plazo cuyas consecuencias son visibles muchos años después. Y los riesgos de equivocación se multiplican cuando dichas decisiones son monopolio de un solo equipo, un solo gobierno encerrado en sus fantasías y su torre de marfil.
Estados Unidos seguirá siendo nuestro aliado, pero ya no puede ser nuestro protector. Es probablemente este análisis el que ha hecho que Francia, en las últimas semanas, se haya planteado reintegrarse en la OTAN, organización que dejó, a instancias del general De Gaulle, en marzo de 1966. Evitemos un contrasentido: la paradoja de ese acercamiento con la Alianza Atlántica es que el objetivo sería no alinearnos sino emanciparnos de su dominio. En efecto, ese posible regreso está supeditado a dos condiciones esenciales, una transformación profunda de la OTAN y unos avances sustanciales hacia la Europa de la defensa, que incluyan autonomía de decisión para los países del Viejo Continente. Sean cuales sean las medidas que se tomen en los próximos meses, hay una cosa muy clara: la razón nos ordena que seamos proeuropeos sin ser antiamericanos.
Ha llegado el momento de aliviar a nuestro hermano mayor anglosajón de las pesadas tareas que le agobian. Ante los peligros que se avecinan -una Rusia autocrática, un Irán nuclear y mesiánico, una China imperialista-, Europa debe coordinar su capacidad estratégica y dotarse de un polo de poder militar capaz de compensar las insuficiencias de Estados Unidos, cada vez más patentes. Es un error pensar que es posible alcanzar la paz sólo mediante el diálogo y la buena voluntad. Para ser creíble es preciso inspirar miedo. Para inspirar miedo, hay que ser capaz de infligir a un posible agresor daños irreparables.
Si pudiéramos convencer a nuestros conciudadanos de que ha llegado la hora de que el Viejo Continente asuma su responsabilidad y cree un ejército fuerte, capaz de garantizar su defensa sin pedir ayuda a un padrino lejano, ésa sería, sin ninguna duda, una auténtica revolución cultural.
Era un acuerdo tácito: desde el principio de la guerra fría, Estados Unidos se encargó, a través de la OTAN, de la defensa de Europa y Occidente. Incluso cuando Francia y Gran Bretaña se dotaron de la bomba atómica, gracias a la prudencia de sus dirigentes, el Tío Sam era el que garantizaba la seguridad del Viejo Continente frente a la URSS. A nosotros nos tocaba disfrutar de las alegrías de la paz y la prosperidad, y a nuestros primos del otro lado del Atlántico les correspondía la carga del mantenimiento del orden y la histeria marcial. Una situación así -hay que decirlo- no era saludable. Fomentó entre los europeos lo que podríamos llamar el complejo del deudor: nadie ignora, al menos en Occidente, que, sin la ayuda de los aliados en 1917 y, sobre todo, en 1944, nuestro continente habría podido quedar borrado del mapa o haberse convertido en colonia del Reich, primero, y de las tropas soviéticas después. Hay generosidades que son afrentas: el plan Marshall y el Tratado del Atlántico Norte agravaron esa deuda.
Esta tutela era una señal de la inmadurez de la Comunidad Europea, incapaz de establecerse como sujeto político y asumir la carga de su defensa, por lo que se refugiaba bajo el paraguas militar estadounidense. Una buena parte del antiamericanismo se fraguó durante esos años, por esa dependencia malsana. Maldecíamos a un protector del que no intentábamos emanciparnos. Se pueden reprochar a Estados Unidos muchas cosas: su rapacidad, su vulgaridad, su culto al becerro de oro, todo menos nuestra apatía. Parece que preferimos quejarnos que actuar. Porque los vituperios “anti-imperialistas” tienen un elemento engañoso: que les interesa conservar el objeto de su abominación. Protestan para conservar, no para destruir. Esta crítica mecánica constituye una forma peculiar de renuncia: nos precipitamos a ella porque nos resignamos a la situación de hecho. Por eso tantos Estados europeos (la mayoría) no dejan de echar pestes contra el militarismo estadounidense pero no hacen nada para librarse de su influencia, como el hijo que se rebela contra los padres pero nunca se va de casa. Esa forma de aceptar la impotencia ya no puede seguir tolerándose. Y no puede por otro motivo aún más grave: porque nuestro protector yanqui tiene plomo en las alas; la hiperpotencia norteamericana se ha vuelto también vulnerable.
En junio de 2001, el columnista conservador Charles Krauthammer explicaba con gran hipocresía en The New York Times que ya no existía ningún rival que se opusiera al dominio de Estados Unidos en el mundo y que, en cuestiones de defensa y de ecología, Washington hacía bien en obrar a su antojo: Europa seguiría siendo siempre una enana política, Rusia, una potencia insignificante, y China, un Estado despreciable. Todos sabemos lo que sucedió meses más tarde. Seis años después del 11-S, no hay más remedio que hacer constar que Estados Unidos no está venciendo la guerra contra el terrorismo: los talibanes están recuperando terreno en Afganistán, el general Perwez Musharraf corre peligro de caer derrocado por una coalición de extremistas tribales y militares ganados para la causa integrista, Irak sigue siendo un caos y continúa habiendo atentados en todos los rincones del planeta sin que sea posible echar el guante a quienes participan en ellos.
¿Qué factor ha intervenido para que se haya debilitado aquel exceso de seguridad en sí mismo que caracterizaba al Estados Unidos de Bill Clinton? Un sentimiento que ya conocían los antiguos: la soberbia, el orgullo desmesurado que derriba los imperios más poderosos. Pensaba en ello hace poco, mientras veía una película en un cine de París: El ultimátum de Bourne, con Matt Damon en el papel protagonista.
Las historias de ficción, incluso las más mediocres, nos dicen más sobre el estado de ánimo de un país que los largos discursos; son la fotografía exacta de un momento concreto. Y esta película es el síntoma de una mentalidad dominante. Combina dos mitologías presentes en las cabezas pensantes del Imperio: la fe en la infalibilidad de la tecnología, capaz de verlo todo, oírlo todo, adivinarlo todo en cualquier momento del día y de la noche, en cualquier lugar del mundo, tanto si se trata de sorprender una conversación murmurada entre dos individuos como de leer la placa de matrícula de un vehículo o localizar un rostro en medio de la multitud, y el mito del superhombre que escapa a todos los determinismos corrientes, desafía las leyes del peso y la gravedad, vuela por el aire, no tiene necesidad de dormir ni de comer, escapa a las balas y a las armas blancas y sale casi indemne, con algunas gotas de sangre en la nariz, de las peleas más violentas.
Podemos apreciar las aventuras de Superman, Catwoman y otros héroes de cómic del otro lado del Atlántico. Sin embargo, resulta más inquietante que los círculos influyentes de Estados Unidos conciban la lucha contra el terror como si fuera un tebeo. Sabemos bien, por ejemplo, los estragos que ha causado en los servicios secretos el hecho de haber abandonado la información humana, la humilde recopilación de informaciones por medio de agentes profesionales o chivatos remunerados, para depender exclusivamente de la vigilancia electrónica, las pantallas, las cámaras, los micrófonos. Estados Unidos, con su gusto por los arsenales de última generación, recuerda a veces a los animales prehistóricos, imponentes y terroríficos pero impedidos por su extrema complejidad.
El vértigo del éxito fácil es mal consejero, si contribuye a reforzar en un Estado la certeza de que es invencible. Así fue como, en la segunda guerra del Golfo, el sueño insensato de modificar por las armas el rostro de Oriente Próximo se hizo añicos frente a los acontecimientos. Ante todo ello, los neoconservadores, principales instigadores de este conflicto, han permanecido como unos bolcheviques pasados a la derecha, que han mantenido de su vieja familia política, el trotskismo, el mismo voluntarismo prometeico, la misma desenvoltura ante la realidad.
Hay que añadir que a estos señores no se les ha oído una palabra de autocrítica ni una sombra de duda: no se equivocan nunca, como los bolcheviques, y son los otros los que no se han atrevido a ir hasta el final y se han dejado influir por consideraciones morales o diplomáticas. Su intención de imponer la democracia en Mesopotamia por la fuerza de las bayonetas -una intención que puede considerarse loable y demencial a la vez- se ha topado, como siempre, con la complejidad de todo lo humano. “Un neoconservador”, dice Irving Kristol, “es un hombre de izquierdas que se ha visto agredido por la realidad”. Hay que creer que la agresión fue benigna, porque el que más ha salido perdiendo en este asunto ha sido el principio de realidad. El hundimiento iraquí y los sinsabores afganos prueban que Estados Unidos ya no tiene los medios para ser un imperio, ni siquiera un imperio benévolo.
La verdad es que, más que el liderazgo estadounidense, lo que resulta inquietante es su discrecionalidad, el sentimiento de que este policía de eclipses, este “sheriff intermitente” (Richardt Haas), ya no está a la altura de la misión que él mismo se ha asignado. El Pentágono tiene que afrontar la falta de soldados y está ya al límite de su capacidad, porque tiene que actuar en varios teatros de operaciones y ver cómo un puñado de “desharrapados” bien armados y terriblemente eficaces le mantiene a raya, tanto en el triángulo suní como en las montañas del este de Afganistán.
En otras palabras, la notoria incompetencia de los servicios secretos estadounidenses, sobre todo en la prevención de los atentados del 11 de septiembre, y los escasos resultados obtenidos por su ejército, a pesar de sus formidables medios y de una potencia de fuego sin igual, deben ser motivo suficiente para que, con toda urgencia nos responsabilicemos de nuestra propia seguridad. En la lucha contra el terrorismo, nadie tiene derecho a ser tonto. Cada decisión implica una estrategia a largo plazo cuyas consecuencias son visibles muchos años después. Y los riesgos de equivocación se multiplican cuando dichas decisiones son monopolio de un solo equipo, un solo gobierno encerrado en sus fantasías y su torre de marfil.
Estados Unidos seguirá siendo nuestro aliado, pero ya no puede ser nuestro protector. Es probablemente este análisis el que ha hecho que Francia, en las últimas semanas, se haya planteado reintegrarse en la OTAN, organización que dejó, a instancias del general De Gaulle, en marzo de 1966. Evitemos un contrasentido: la paradoja de ese acercamiento con la Alianza Atlántica es que el objetivo sería no alinearnos sino emanciparnos de su dominio. En efecto, ese posible regreso está supeditado a dos condiciones esenciales, una transformación profunda de la OTAN y unos avances sustanciales hacia la Europa de la defensa, que incluyan autonomía de decisión para los países del Viejo Continente. Sean cuales sean las medidas que se tomen en los próximos meses, hay una cosa muy clara: la razón nos ordena que seamos proeuropeos sin ser antiamericanos.
Ha llegado el momento de aliviar a nuestro hermano mayor anglosajón de las pesadas tareas que le agobian. Ante los peligros que se avecinan -una Rusia autocrática, un Irán nuclear y mesiánico, una China imperialista-, Europa debe coordinar su capacidad estratégica y dotarse de un polo de poder militar capaz de compensar las insuficiencias de Estados Unidos, cada vez más patentes. Es un error pensar que es posible alcanzar la paz sólo mediante el diálogo y la buena voluntad. Para ser creíble es preciso inspirar miedo. Para inspirar miedo, hay que ser capaz de infligir a un posible agresor daños irreparables.
Si pudiéramos convencer a nuestros conciudadanos de que ha llegado la hora de que el Viejo Continente asuma su responsabilidad y cree un ejército fuerte, capaz de garantizar su defensa sin pedir ayuda a un padrino lejano, ésa sería, sin ninguna duda, una auténtica revolución cultural.
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