Por Francesc-Marc Álvaro (LA VANGUARDIA, 08/10/07):
Un poco por imitación de lo francés y un mucho porque es fácil simplificar las posiciones, el reciente caso de una escolar marroquí cubierta con el pañuelo o hiyab en un colegio de Girona ha provocado un debate muy confuso sobre varios aspectos relacionados con la inmigración, los derechos y los deberes. Intentando huir del exceso de prejuicios que todos llevamos a cuestas, he pensado en lo que muchos expertos en Europa llaman los básicos: los valores nucleares que informan la vida de nuestras sociedades y a los cuales no podemos renunciar, pues, en caso de hacerlo, retrocederíamos y lanzaríamos por la borda conquistas muy costosas que tratan de preservar y ensanchar la libertad y la dignidad humanas. A partir de esta premisa, me hago la pregunta: ¿la presencia en la escuela pública de niños con prendas o complementos de significado religioso y/ o cultural es una amenaza para nuestros básicos y, por tanto, para nuestra convivencia?
Antes de ensayar una respuesta, consideremos que el uso de ciertas prendas relacionadas con los creyentes musulmanes - como aprecian los eruditos en la materia- puede tener distintas lecturas, según los contextos y los casos. Así, mientras el niqab o la burka (que esconden el rostro de la mujer) impiden la comunicación normal y se relacionan directamente con el sometimiento de la mujer a unas normas integristas, el chador y el hiyab tienen una significación más abierta y ambigua, no siempre única o preferentemente de tipo religioso. Ello aconseja prudencia de juicio a nuestra sensibilidad occidental, deudora de un progreso irrenunciable que todavía guarda en la retina las imágenes de nuestras madres y abuelas, sometidas a los rigores del machismo legal y estructural en la Catalunya y la España de no hace tantas décadas.
Precisamente porque asumo que la clara separación entre Estado e iglesias es un bien que debe mantenerse y profundizarse para blindar la democracia de fundamentalismos locales y de importación, intuyo que convertir en gran batalla el asunto del pañuelo en la escuela - como hicieron en Francia- es un error que nos distrae de otros frentes donde sí nos jugamos de verdad los básicos de nuestra sociedad. Debemos ser geométricos, económicos e inteligentes, y eso implica plantear sólo las batallas estrictamente necesarias para que nuestro sistema de reglas y valores no sea vulnerado ni distorsionado por fenómenos y factores de regresión. El derecho a la educación y la igualdad entre hombres y mujeres están en el primer cajón de nuestros básicos, es lo que debemos tener presente en todo momento a la hora de analizar estas situaciones. Como recuerda acertadamente Agustí Colomines, director de Unescocat, una cosa es acudir a la escuela con el hiyab y otra muy distinta sería negarse a participar en la clase de gimnasia o rechazar a los profesores que fueran mujeres. La presencia de chicas con hiyab puede y debe gestionarse evitando que la diferencia derive en conflicto, mientras que los otros dos ejemplos citados constituyen en sí mismos un desafío abierto que debe cortarse de raíz, en beneficio de nuestras libertades y del futuro de los hijos de los inmigrantes.
¿Dónde ponemos la raya? El pañuelo de las mujeres musulmanas no puede ser el campo de batalla elegido. Aunque los movimientos radicales de reislamización en Europa utilicen también los símbolos de identidad cotidianos para fidelizar a los inmigrantes más desconcertados y vulnerables al desarraigo, ello no hace del pañuelo algo sospechoso, faltaría más. Aunque ciertos imanes llegados a nuestros barrios dicten a los maridos cómo deben comportarse las esposas y las hijas a la hora de vestirse y salir a la calle, no podemos interpretar lo más visible como expresión exacta y unívoca de un tipo de actitud familiar en una comunidad dada. El problema es el imán integrista que revienta los básicos de nuestra sociedad, no el pañuelo que pueda lucir una mujer.
Gilles Kepel, analista acreditado de los movimientos religiosos contemporáneos, sostiene que se libra en Europa una guerra o fitna por la evolución del islam, entre los promotores de una fusión dialogante con los valores de la modernidad y los partidarios de una vía fundamentalista que propugna una sociedad separada dentro de un Occidente que considera “territorio infiel”. La única vía para asegurar cohesión social e integración es prestar apoyo a un islam abierto que, en igualdad de trato con las demás confesiones, no niegue los básicos que nos definen como europeos de hoy. Las batallas improcedentes o mal escogidas, como podría ser la del pañuelo, sólo sirven para alimentar de manera fácil los discursos islamistas radicales, siempre prestos a etiquetar de islamofobia o de prosionismo cualquier crítica. En otro sentido, la magnificación de asuntos como el del pañuelo también engorda cierto populismo xenófobo local, capaz de mezclar explosivamente conflictos reales con polémicas artificiosas.
No nos sirve aquí ni el hiperlaicismo francés jacobino ni el multiculturalismo buenista e inoperante. Debemos encontrar nuestro camino. Partiendo de esta realidad, el legislador catalán y español debería asumir que, tarde o temprano, habrá que pensar con coraje ciertos aspectos que hoy dejamos a la inercia, a la suerte y a la buena voluntad de los agentes sociales. La inmigración y la convivencia se merecen un poco más de valentía institucional.
Un poco por imitación de lo francés y un mucho porque es fácil simplificar las posiciones, el reciente caso de una escolar marroquí cubierta con el pañuelo o hiyab en un colegio de Girona ha provocado un debate muy confuso sobre varios aspectos relacionados con la inmigración, los derechos y los deberes. Intentando huir del exceso de prejuicios que todos llevamos a cuestas, he pensado en lo que muchos expertos en Europa llaman los básicos: los valores nucleares que informan la vida de nuestras sociedades y a los cuales no podemos renunciar, pues, en caso de hacerlo, retrocederíamos y lanzaríamos por la borda conquistas muy costosas que tratan de preservar y ensanchar la libertad y la dignidad humanas. A partir de esta premisa, me hago la pregunta: ¿la presencia en la escuela pública de niños con prendas o complementos de significado religioso y/ o cultural es una amenaza para nuestros básicos y, por tanto, para nuestra convivencia?
Antes de ensayar una respuesta, consideremos que el uso de ciertas prendas relacionadas con los creyentes musulmanes - como aprecian los eruditos en la materia- puede tener distintas lecturas, según los contextos y los casos. Así, mientras el niqab o la burka (que esconden el rostro de la mujer) impiden la comunicación normal y se relacionan directamente con el sometimiento de la mujer a unas normas integristas, el chador y el hiyab tienen una significación más abierta y ambigua, no siempre única o preferentemente de tipo religioso. Ello aconseja prudencia de juicio a nuestra sensibilidad occidental, deudora de un progreso irrenunciable que todavía guarda en la retina las imágenes de nuestras madres y abuelas, sometidas a los rigores del machismo legal y estructural en la Catalunya y la España de no hace tantas décadas.
Precisamente porque asumo que la clara separación entre Estado e iglesias es un bien que debe mantenerse y profundizarse para blindar la democracia de fundamentalismos locales y de importación, intuyo que convertir en gran batalla el asunto del pañuelo en la escuela - como hicieron en Francia- es un error que nos distrae de otros frentes donde sí nos jugamos de verdad los básicos de nuestra sociedad. Debemos ser geométricos, económicos e inteligentes, y eso implica plantear sólo las batallas estrictamente necesarias para que nuestro sistema de reglas y valores no sea vulnerado ni distorsionado por fenómenos y factores de regresión. El derecho a la educación y la igualdad entre hombres y mujeres están en el primer cajón de nuestros básicos, es lo que debemos tener presente en todo momento a la hora de analizar estas situaciones. Como recuerda acertadamente Agustí Colomines, director de Unescocat, una cosa es acudir a la escuela con el hiyab y otra muy distinta sería negarse a participar en la clase de gimnasia o rechazar a los profesores que fueran mujeres. La presencia de chicas con hiyab puede y debe gestionarse evitando que la diferencia derive en conflicto, mientras que los otros dos ejemplos citados constituyen en sí mismos un desafío abierto que debe cortarse de raíz, en beneficio de nuestras libertades y del futuro de los hijos de los inmigrantes.
¿Dónde ponemos la raya? El pañuelo de las mujeres musulmanas no puede ser el campo de batalla elegido. Aunque los movimientos radicales de reislamización en Europa utilicen también los símbolos de identidad cotidianos para fidelizar a los inmigrantes más desconcertados y vulnerables al desarraigo, ello no hace del pañuelo algo sospechoso, faltaría más. Aunque ciertos imanes llegados a nuestros barrios dicten a los maridos cómo deben comportarse las esposas y las hijas a la hora de vestirse y salir a la calle, no podemos interpretar lo más visible como expresión exacta y unívoca de un tipo de actitud familiar en una comunidad dada. El problema es el imán integrista que revienta los básicos de nuestra sociedad, no el pañuelo que pueda lucir una mujer.
Gilles Kepel, analista acreditado de los movimientos religiosos contemporáneos, sostiene que se libra en Europa una guerra o fitna por la evolución del islam, entre los promotores de una fusión dialogante con los valores de la modernidad y los partidarios de una vía fundamentalista que propugna una sociedad separada dentro de un Occidente que considera “territorio infiel”. La única vía para asegurar cohesión social e integración es prestar apoyo a un islam abierto que, en igualdad de trato con las demás confesiones, no niegue los básicos que nos definen como europeos de hoy. Las batallas improcedentes o mal escogidas, como podría ser la del pañuelo, sólo sirven para alimentar de manera fácil los discursos islamistas radicales, siempre prestos a etiquetar de islamofobia o de prosionismo cualquier crítica. En otro sentido, la magnificación de asuntos como el del pañuelo también engorda cierto populismo xenófobo local, capaz de mezclar explosivamente conflictos reales con polémicas artificiosas.
No nos sirve aquí ni el hiperlaicismo francés jacobino ni el multiculturalismo buenista e inoperante. Debemos encontrar nuestro camino. Partiendo de esta realidad, el legislador catalán y español debería asumir que, tarde o temprano, habrá que pensar con coraje ciertos aspectos que hoy dejamos a la inercia, a la suerte y a la buena voluntad de los agentes sociales. La inmigración y la convivencia se merecen un poco más de valentía institucional.
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