Por Felipe González, ex presidente del Gobierno español (EL PAÍS, 05/10/07):
Rectificar es de sabios. Hacerlo a medias cuando las evidencias son tan abrumadoras es quedarse atrapados en la mentira. Para colmo, en política, la verdad es lo que los ciudadanos perciben como verdad, no lo que los políticos tratan de que parezca verdad.
Eso es lo que ha ocurrido con la declaración de Rajoy en torno a la ilegalidad de la guerra de Irak tras conocerse las conversaciones de Aznar y Bush en el famoso rancho tejano. Esa guerra que nos oprime con su actualidad trágica e inacabable.
Pero confunde todo pretendiendo que ésa es la única diferencia con Afganistán. La diferencia, no es sólo la que media entre una guerra ilegal y otra legal, con ser mucha por esa sola razón. En Irak no había vínculos con el terrorismo internacional que se debía combatir, ni armas de destrucción masiva. En Afganistán, el propio Estado talibán estaba involucrado con Al Qaeda en la amenaza del terrorismo internacional. La única duda era si dependían más los gobernantes de Al Qaeda que lo contrario. Era un Estado ligado al terrorismo y la ONU respaldó por ello la intervención militar. Nada que ver con Irak, a pesar del carácter sangriento de la dictadura de Sadam. ¡Otra sería la suerte de Afganistán si no hubiera existido la aventura iraquí!
Era tan claro que la guerra unilateral estaba decidida que a pocos sorprenden las conversaciones rancheras, salvo por su crudeza y por las mentiras a la opinión pública que la acompañaron. Era claro meses antes que el objetivo era Irak, y Afganistán una estación intermedia.
Por eso, los que no teníamos la estúpida tentación de cambiar 200 años de historia para caer en una nueva dependencia, apoyamos la decisión de la ONU sobre Afganistán y la del Gobierno de Aznar de enviar tropas, a pesar del riesgo y de la distancia con nuestras prioridades.
Igual de clara era la oposición a la decisión de declarar la guerra a Irak de forma ilegal, injustificada y llena de mentiras. Así lo vio la oposición y toda la opinión pública, menos los visionarios que pretenden cambiar la historia sacando pecho de lata imperial… ¡y sus acólitos!
La política exterior que se pretendía cambiar era la posfranquista al socaire de los 200 años. La política hecha a base de esfuerzos por rescatar nuestra autonomía y por consolidar un consenso básico que nos hiciera fuertes en la dimensión de nuestras posibilidades. Sin exageraciones de monaguillos pegados a la cola de los oficiantes para aparecer en la foto. La política que nos permitía hacer un papel respetable en la construcción de una Europa unida, tras vencer las resistencias a la entrada. La que nos podía unir con los países hermanos de América Latina y nos permitiría impulsar una política mediterránea seria, respetuosa de nuestros vecinos. La política que nos permitiría reequilibrar la relación con Estados Unidos, rescatándola de la vergonzosa entrega de soberanía a cambio de mendigar reconocimiento que había hecho el franquismo.
Por eso no es lo mismo, Sr. Rajoy, que estemos en Afganistán, con todos los riesgos que implicaba cuando ustedes lo decidieron, y que sigue implicando hoy como dolorosamente comprobamos estos días, que meterse en la guerra de Irak. Si lo piensa serenamente y cae en la cuenta de que con la tercera parte del compromiso de fuerza involucrado en Irak se habría estabilizado Afganistán y el mundo en que vivimos sería diferente y seguramente mejor en materia de paz y seguridad.
Pero como no ha parecido bastante, ahora vemos cómo se calientan los motores para incrementar la aventura de la guerra sin fin -la derivada de la justicia infinita- incluyendo a Irán. Me preocupa, como a todos, la proliferación de armas nucleares y hay que trabajar para que haya menos, no más. Pero es un ejercicio de cinismo que griten más los que más tienen, sin ofrecer planes siquiera sea de reducción o que lo hagan contra unos a los que se les supone la intención de fabricar armas, como Irán, mientras se mira para otro lado o se coopera con otros que las desarrollan rompiendo el Tratado de No Proliferación. Tanto cinismo no puede dar resultado.
Nuestro país, como Europa, ha perdido relevancia relativa desde la caída del muro. Pero en lugar de reforzar un papel europeo unido, como aliados confiables pero con autonomía creciente en el proceso de toma de decisiones, seguimos empeñados en fracturar más y más la realidad de la Unión, desde aquella estúpida aventura que nos dividió entre vieja y nueva Europa por la guerra iraquí.
¿Qué teníamos que ofrecer en ese disparate al que fue tan contento el Gobierno del Sr. Aznar? Que dividiríamos a los europeos, que convenceríamos a nuestros amigos latinoamericanos para que se plegaran a intereses que no eran los suyos y poco más. Lo contrario justo de lo que podían esperar de nosotros los socios europeos que nos habían visto incorporarnos a la Unión y trabajar para que ésta se consolidara con una política exterior propia y acorde con sus intereses. Lo contrario de lo que esperaban los países de habla hispana presentes en el Consejo de Seguridad de una España democrática y solidaria con ellos para reforzar sus autonomías en defensa de sus intereses frente a la capacidad indudable de condicionamiento de Estados Unidos.
Cuando dejé el Gobierno, nuestro papel en Europa estaba consolidado y era respetado. Nuestra relación con el Magreb y el Mediterráneo era equilibrada y basada en la solidaridad y la defensa de nuestros intereses. Con el área hispana de América y con Brasil se había producido una nueva fase, radicalmente distinta a la de la época de las dictaduras. Con Estados Unidos se había negociado con gran esfuerzo y dificultad un nuevo convenio que nos permitía recuperar soberanía sin poner en cuestión una relación que era de confianza. Y así, sucesivamente.
¡Era esto lo que querían cambiar! ¿Y para cambiar esto acabaron con el consenso laboriosamente trabajado? No será por los resultados. Rectifiquen de verdad y busquemos de nuevo un consenso que nos permita dar fortaleza y previsibilidad futura a nuestra política exterior. Porque el cambio copernicano que se creían nos retrotraía a las dependencias que se generaron en la dictadura y nos sacaba de nuestro papel como país democrático, europeo, mediterráneo e hispano.
Rectificar es de sabios. Hacerlo a medias cuando las evidencias son tan abrumadoras es quedarse atrapados en la mentira. Para colmo, en política, la verdad es lo que los ciudadanos perciben como verdad, no lo que los políticos tratan de que parezca verdad.
Eso es lo que ha ocurrido con la declaración de Rajoy en torno a la ilegalidad de la guerra de Irak tras conocerse las conversaciones de Aznar y Bush en el famoso rancho tejano. Esa guerra que nos oprime con su actualidad trágica e inacabable.
Pero confunde todo pretendiendo que ésa es la única diferencia con Afganistán. La diferencia, no es sólo la que media entre una guerra ilegal y otra legal, con ser mucha por esa sola razón. En Irak no había vínculos con el terrorismo internacional que se debía combatir, ni armas de destrucción masiva. En Afganistán, el propio Estado talibán estaba involucrado con Al Qaeda en la amenaza del terrorismo internacional. La única duda era si dependían más los gobernantes de Al Qaeda que lo contrario. Era un Estado ligado al terrorismo y la ONU respaldó por ello la intervención militar. Nada que ver con Irak, a pesar del carácter sangriento de la dictadura de Sadam. ¡Otra sería la suerte de Afganistán si no hubiera existido la aventura iraquí!
Era tan claro que la guerra unilateral estaba decidida que a pocos sorprenden las conversaciones rancheras, salvo por su crudeza y por las mentiras a la opinión pública que la acompañaron. Era claro meses antes que el objetivo era Irak, y Afganistán una estación intermedia.
Por eso, los que no teníamos la estúpida tentación de cambiar 200 años de historia para caer en una nueva dependencia, apoyamos la decisión de la ONU sobre Afganistán y la del Gobierno de Aznar de enviar tropas, a pesar del riesgo y de la distancia con nuestras prioridades.
Igual de clara era la oposición a la decisión de declarar la guerra a Irak de forma ilegal, injustificada y llena de mentiras. Así lo vio la oposición y toda la opinión pública, menos los visionarios que pretenden cambiar la historia sacando pecho de lata imperial… ¡y sus acólitos!
La política exterior que se pretendía cambiar era la posfranquista al socaire de los 200 años. La política hecha a base de esfuerzos por rescatar nuestra autonomía y por consolidar un consenso básico que nos hiciera fuertes en la dimensión de nuestras posibilidades. Sin exageraciones de monaguillos pegados a la cola de los oficiantes para aparecer en la foto. La política que nos permitía hacer un papel respetable en la construcción de una Europa unida, tras vencer las resistencias a la entrada. La que nos podía unir con los países hermanos de América Latina y nos permitiría impulsar una política mediterránea seria, respetuosa de nuestros vecinos. La política que nos permitiría reequilibrar la relación con Estados Unidos, rescatándola de la vergonzosa entrega de soberanía a cambio de mendigar reconocimiento que había hecho el franquismo.
Por eso no es lo mismo, Sr. Rajoy, que estemos en Afganistán, con todos los riesgos que implicaba cuando ustedes lo decidieron, y que sigue implicando hoy como dolorosamente comprobamos estos días, que meterse en la guerra de Irak. Si lo piensa serenamente y cae en la cuenta de que con la tercera parte del compromiso de fuerza involucrado en Irak se habría estabilizado Afganistán y el mundo en que vivimos sería diferente y seguramente mejor en materia de paz y seguridad.
Pero como no ha parecido bastante, ahora vemos cómo se calientan los motores para incrementar la aventura de la guerra sin fin -la derivada de la justicia infinita- incluyendo a Irán. Me preocupa, como a todos, la proliferación de armas nucleares y hay que trabajar para que haya menos, no más. Pero es un ejercicio de cinismo que griten más los que más tienen, sin ofrecer planes siquiera sea de reducción o que lo hagan contra unos a los que se les supone la intención de fabricar armas, como Irán, mientras se mira para otro lado o se coopera con otros que las desarrollan rompiendo el Tratado de No Proliferación. Tanto cinismo no puede dar resultado.
Nuestro país, como Europa, ha perdido relevancia relativa desde la caída del muro. Pero en lugar de reforzar un papel europeo unido, como aliados confiables pero con autonomía creciente en el proceso de toma de decisiones, seguimos empeñados en fracturar más y más la realidad de la Unión, desde aquella estúpida aventura que nos dividió entre vieja y nueva Europa por la guerra iraquí.
¿Qué teníamos que ofrecer en ese disparate al que fue tan contento el Gobierno del Sr. Aznar? Que dividiríamos a los europeos, que convenceríamos a nuestros amigos latinoamericanos para que se plegaran a intereses que no eran los suyos y poco más. Lo contrario justo de lo que podían esperar de nosotros los socios europeos que nos habían visto incorporarnos a la Unión y trabajar para que ésta se consolidara con una política exterior propia y acorde con sus intereses. Lo contrario de lo que esperaban los países de habla hispana presentes en el Consejo de Seguridad de una España democrática y solidaria con ellos para reforzar sus autonomías en defensa de sus intereses frente a la capacidad indudable de condicionamiento de Estados Unidos.
Cuando dejé el Gobierno, nuestro papel en Europa estaba consolidado y era respetado. Nuestra relación con el Magreb y el Mediterráneo era equilibrada y basada en la solidaridad y la defensa de nuestros intereses. Con el área hispana de América y con Brasil se había producido una nueva fase, radicalmente distinta a la de la época de las dictaduras. Con Estados Unidos se había negociado con gran esfuerzo y dificultad un nuevo convenio que nos permitía recuperar soberanía sin poner en cuestión una relación que era de confianza. Y así, sucesivamente.
¡Era esto lo que querían cambiar! ¿Y para cambiar esto acabaron con el consenso laboriosamente trabajado? No será por los resultados. Rectifiquen de verdad y busquemos de nuevo un consenso que nos permita dar fortaleza y previsibilidad futura a nuestra política exterior. Porque el cambio copernicano que se creían nos retrotraía a las dependencias que se generaron en la dictadura y nos sacaba de nuestro papel como país democrático, europeo, mediterráneo e hispano.
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